Economía y delito, dos variables funcionales

Hoy las clases dominantes se hacen cada vez más ricas en términos absolutos, pero mucho más en términos relativos por el dinamismo de la disparidad creciente, fenómeno que aparece – paradójicamente- invisibilizado a los ojos del ciudadano común tras el discurso político de la opulencia colectiva, la falsa conciencia de unidad Nacional, el supuesto crecimiento a nivel país, y otras tácticas discursivas que forman parte de la estrategia comunicacional del poder de turno, con el objetivo de consolidar la idea de correspondencia identitaria entre las clases dominantes y los estratos sociales menos favorecidos, a la vez que soslaya las desigualdades y la falta de justicia social, mediante la reiteración mediática de eslóganes de naturaleza ideológica , a través de los cuales construye e instala ficcionalmente el concepto de riqueza con alcance nacional, y la idea de igualdad de participación en ésta. Mientras tanto, la realidad se nos manifiesta cada día, en vastos sectores periféricos del capitalismo central que son empujados hacia una condición social de exclusión, marginalidad y miseria.

En este contexto resulta natural que las clases dominantes tiendan a recurrir a diferentes mecanismos de control para sostener su condición de clase privilegiada.
Cuándo el capital se valoriza más allá de la vida de las personas, prescindiendo de manera relativa del trabajo, se produce un sobrante poblacional . Desde el momento que la valorización se genera, centralmente, más allá de la fábrica, en el mercado bursátil; desde el momento que el capital se valoriza en la velocidad de rotación, en las apuestas oportunas que se hace sobre los activos empresariales en base a información precisa o privilegiada, ese sobrante poblacional se vuelve una masa marginal, toda vez que éstos ya no tienen una función específica dentro de ese circuito.
Bajo estas circunstancias, esa marginalidad a-funcional, comenzará a ser percibida a través de su disfuncionalidad como productora de agentes de riesgo, más aún, si ésta masa de marginales no se resigna a aceptar con sufrimiento lo que en suerte le tocó.
La perspectiva tecnocrática encuentra en esta disfuncionalidad una nueva hermenéutica a través de la cual le asigna materialidad cierta, a la posibilidad de que el fenómeno marginal termine eclosionando en algo disfuncional tanto desde lo económico como en lo político. Económicamente porque puede traducirse en delito o miedo al delito. Políticamente hablando, porque puede transformarse en protesta o activismo social. En cualquiera de estas circunstancias, la cárcel asume una nueva funcionalidad: contener y neutralizar a la masa marginal.

Si la desocupación se vuelve crónica y el mercado laboral se precariza, los marginales tienen cada vez menos chances para incluirse o ser incluidos. Sencillamente sobran, están de más. Ya no son reciclables sino desechables, descartables. La cárcel se convierte en el vertedero donde se arrojan a los supernumerarios: “Los residuos ya no pueden ser trasladados a zonas prohibidas para la ‘vida normal’. Por consiguiente, tienen que encerrarse en contenedores herméticos.” (Bauman; 2004: 113). Y la cárcel provee esos contenedores.

De esta manera la burguesía pone en control la crisis desatada por la creciente ola de desempleo, buscando prevenir la actividad política y las distintas formas de organización de los sectores marginados, conjurando para ello las posibilidades de los sectores plebeyos en general en el “Nuevo gran encierro” mediante el cual se propone excluir o, mejor dicho, regular lo que no podrá ser incluido, lo que sobra y está de más.
¿De qué hablamos entonces cuando hablamos de cárcel? ¿Cuál es la función preeminente dentro del entramado social, y a que objetivos obedece su existencia? La respuesta parece simple y hasta obvia, sin embargo la ubicación de la cárcel en el plano de lo cultural y su justificación con sustento ideológico-hegemónico no obedece a una trayectoria azarosa ni mucho menos se explica como la consecuencia natural de un orden social cualquiera, por el contrario, es el resultado de un tipo de orden específicamente estratificado según las reglas del mercado de capitales en defensa de intereses igualmente específicos.

Este orden se sustancia en el funcionamiento del modelo económico pero más aun, en la eficiencia de las instituciones encargadas de generar una lectura conceptual específica, para la interpretación de un tipo específico de realidad, “que es operada mediante el juego combinado de instrumentos políticos y mediáticos que se integran como vectores de la cultura dominante, a través de los cuales el encarcelamiento es visto como una condición necesaria para el buen funcionamiento y la paz social” (D. Papalardo 2014).
Basta repasar las estadísticas que describen a la población en cárceles para advertir – como ha señalado en sucesivas oportunidades el comité contra la tortura en la provincia de Buenos Aires en sus informes anuales-, el carácter “ultraclasista” del sistema penitenciario argentino. Según datos proporcionados por la Dirección Nacional de Política Criminal (DNPC) del Ministerio de Justicia de la Nación, el 39% de las personas, al momento de la privación de su libertad, estaban desocupados, mientras que el 40% sólo tenían trabajos parciales. Además el 43% no tenía oficio alguno ni profesión.
A esto se agrega que en Argentina se pasó de una tasa de 63 presos* por 100 mil habitantes, en 1992, a 76 en 2013. Y mientras que la población argentina creció tan solo un 1% entre 2016 y 2017 ese mismo año, la población de las cárceles del país subió 12 veces más rápido (194 presos por 100 mil),en tan solo un año, la tasa de encarcelamiento creció un 11% en relación al anterior, llegando a la astronómica cifra de 85.283 personas privadas de libertad, cifra que asciende a más de 92.000 al incluir a los presos y presas en comisarías ubicadas en algunas provincias.

(*Las cifras sobre prisión que se citan en este artículo pertenecen al SNEEP (Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena) Informe 2013/2017)

Un segundo punto a visualizar es entender quién, por qué y desde cuándo está preso la mayoría de los detenidos.

El preso “promedio” es argentino, joven, no tiene estudios ni oficio y es pobre: el 94% es de nacionalidad argentina, el 96% es varón, el 60% tiene menos de 34 años, el 69% tiene como máximo la primaria completa, el 42% estaba desocupado cuando fue detenido y el 51% no tiene oficio.
El 73% es preso primario: cometió un delito por primera vez.
Cuatro de cada 10 presos están acusados o condenados por robo o intento de robo.
El 45% fue detenido durante 2017 o 2016. (Javier Drovetto Oct 2018 )

La magnitud de cifras semejantes nos lleva a sospechar que el rol de los sectores marginales en este juego de números – que constituyen una radiografía de las políticas socioeconómicas de nuestro país-, se explica en parte, por las variables de mercado y otros cambios políticos y sociales, como por ejemplo, el desmantelamiento del estado de bienestar y el deterioro de la sociedad salarial, el aumento de la desocupación y la precarización del mercado laboral, la recomposición del capitalismo sobre la base de las apuestas, es decir la desindustrialización, la desindicalización y la marginación social, que evidencian un condicionamiento sino una direccionalidad por parte de los sectores dominantes sobre los cuadros sociales en clara desventaja, hacia una entidad reguladora del caudal de masas a-funcionales llamada cárceles.

Es interesante en este punto hacer un paréntesis e intentar interpelar al sentido común que viene a reforzar la idea de la cárcel como instrumento generador de seguridad, y cuya apoyatura lógica se reproduce en parte por la difusión e instalación de la idea de que hay siempre alguien, un extraño, un enemigo o extranjero, un otro, un monstruo en algún punto, que viene indefectiblemente por lo nuestro. Idea que es permanentemente azuzada desde las usinas mediáticas y que se traduce, por un lado, en una conceptualización específica del campo de lo propio, de lo que consideramos nuestro, de lo merecido, de la preeminencia de lo conseguido por sobre cualquier otro valor, incluso, por sobre el de la propia vida. Por otro lado supone la existencia de un “otro” en principio como “yo”, que viene a invadirnos y del que hay que – de alguna manera- defendernos, lo que justifica sin lugar a dudas una construcción del orden social en términos cuasi militares, donde siempre hay otro tratando de apropiarse de lo nuestro.

Esto último es encarnado en una figura que no cesa de circular mediáticamente, qué es la figura del delincuente, término que evidencia y construye muchos de los conflictos que tenemos a la hora de pensar nuestra relación con lo propio, y que tiene además un fuerte impacto en el abordaje de la cuestión de la inseguridad, y las técnicas represivas que van más allá del accionar delictivo consumado o de sus justificaciones preventivas.
Esto nos arroja de frente a cuestionamientos de índole ontológica, es decir, nos introduce en el problema de caracterizar lo existente, por ello es válido preguntarse ¿Que constituye entonces el “ser” del delincuente, y que expresa en su “ser” delictivo ? ¿Es el delito consecuencia del libre albedrío de un sujeto cuya concepción de lo propio deforma a voluntad? Resumiendo, ¿qué es ser delincuente?.

Es interesante en perspectiva la revisión del término delincuente que introduce Sztajnszrajber a partir de la conocida frase del subcomandante Marcos quien dijo: “en este mundo, o sos cliente o sos delincuente”. Si bien esta expresión es algo reduccionista por sus características de ordenación binaria, lo que este reduccionismo plantea – con cierta lógica- es que si no se está dentro del sistema de consumo que exige de los “sujetos” -sujetados por este sistema – ciertos parámetros, ciertos códigos y ciertas propiedades, el afuera de ese sistema sólo puede ubicar los sujetos sobrantes en el lugar de alguien que está en falta.

Justamente la palabra delincuente viene del participio del verbo latino delinquere que remite a la idea de falta. Pero la palabra falta es una palabra que se mueve en distintos sentidos, y de hecho se encuentra asociado el verbo que da sentido a la palabra delincuencia relacionado con falta en términos de carencia. Por ejemplo, originariamente para falta de alimentos se utilizaba delinquere, es decir que el delincuente comete una falta, pero manifiesta también una falta, Y eso nos posibilita pensar hasta qué punto todo el mundo considerado en términos de transgresión de lo legal, no está de alguna manera manifestando un problema más de fondo, qué es el reflejo de una sociedad en donde gran parte de sus habitantes están en falta y al mismo tiempo manifiestan una falta.

Por ello resulta de suma importancia esforzarnos por comprender que el orden social se construye mediante la formulación y convergencia de conceptos que reproducen sentido, y admitir que uno no vive solo en este mundo, que uno vive siempre con el otro, y que si hay un otro, este otro – que también soy “yo”- solo por el hecho ser otro, molesta. De igual manera es importante reconocer a ese otro como una entidad que no se adecua, que no encaja en lo que uno pretende que uno sea, porque en algún punto si encajase en lo que uno pretende para uno mismo entonces ya no sería otro, y así mediante la actividad de reconocer al otro conociéndonos a nosotros mismos, amortiguar la reacción inmediata que el sentido común mediáticamente construido nos impone, y que en general se manifiesta de dos maneras; o forzando el encaje mediante la coacción violenta o a través de la “gran segregación” (Bergalli 1997) de todo cuanto consideramos ajeno en términos identitarios.

Por supuesto el crecimiento de la población encarcelada tiene otras causas que merecen ser exploradas y que escapan a la naturaleza sucinta y precaria de las formulaciones contenidas en este texto. No obstante esto, es deseable advertir que hoy en día las cárceles no contribuyen a la seguridad ciudadana en absoluto, que no se trata de corregir cuanto de depositar. Las cárceles ya no están para incluir (si alguna vez cumplieron tal propósito) sino para practicar la exclusión o, mejor dicho, para garantizar el devenir disfuncional de los excluidos. Función que se averigua enseguida en los clichés que utiliza la opinión pública para nombrar a la cárcel: ya no se dice que vayan a la cárcel “para que aprendan”, sino “para que se pudran”. A este respecto Rusche y Kirchheimer, en su obra clásica “Pena y estructura social” (1937), introducen una conceptualización de la cárcel como dispositivo que lejos de ser un instrumento de justicia, está al servicio de un sistema social caracterizado, desde el punto de vista productivo, por el predominio de las relaciones de explotación y, desde el punto de vista político, por el despliegue de formas remozadas de dominación. La cárcel es otra pata del sistema capitalista, que funciona como un látigo invisible convenciendo o adiestrando a las personas para que asocien su tiempo a las unidades de producción. El fantasma de la cárcel fábrica cuerpos dóciles, minimiza la energía política y maximiza la energía económica que prometen los cuerpos, para una burguesía ávida de plus valía. “Las necesidades disciplinarias del tiempo son las propias vinculadas a la fuerza – trabajo, es decir, la producción de trabajo como mercancía. Esta necesidad obliga a pensar en la práctica institucional como aquella en que, en los angostos espacios de la exclusión, sea posible educar coercitivamente a aquel factor de la producción que es el trabajo a la disciplina del capital.” (Rusche y Kirchhheimer; 1937)

Si concebimos “Las cárceles depósito como dispositivos en los que se retira de circulación a los individuos que no pueden circular.” O a aquellos que no pueden ser convertidos en clientes (Lewkowicz; 2004), si pensamos a la cárcel más allá de cada unidad penitenciaria, si pensamos la cárcel teniendo en cuenta los otros espacios de encierro que interpelaron alguna vez a los individuos secuestrados, podemos advertir que la cárcel es mucho más que un recipiente donde se van depositando a las poblaciones marginales. En realidad, miradas las cosas desde otra perspectiva, llegaremos a otra conclusión: en la cárcel encontramos un dispositivo de tratamiento de stock de categorías completas de individuos en la que quizá, entremos también nosotros.

F.R agosto 2019

BIBLIOGRAFÍA

Lewkowicz; 2004; (Pensar sin Estado: la subjetividad en la era de la fluidez)

Bauman; 2004: (La modernidad líquida)

D. Papalardo; 2014: (Riqueza y Seguridad)

E. Galeano; 1971: (Las venas abiertas de América Latina)

R. Bergalli; 1997: (Delito y Sociedad)

Rusche y Kirchhheimer; 1937: (Pena y estructura social)

E. Rodríguez y F. Viegas Barriga; 2013: ( Circuitos carcelarios. Estudios sobre la cárcel Argentina.)