La taberna más antigua de Graná, el vino y la luna

Ya casi en la parada del bus, Clara me dice:
-¡Mirá que hermoso!.

Era la taberna más antigua de Graná, fundada en 1870, “Casa Enrique”. Toneles de madera, mostrador añejo, un cantaor flamenco, chicas que hablaban de la marcha del 8M. Y todxs bebían, claro. Desbordaba la alegría. Entramos.

Me puse a hablar con el cantaor Manuel Lorente y, luego, con lxs demás. Me preguntaron qué hacía. Les conté que era periodista de la Agencia Para la Libertad, les mostré la credencial y allí está la foto de Miguel Hernández leyendo un manifiesto en la denominada “Guerra Civil”. También les dije que por el poema de Miguel se llama “Para la Libertad” y que el color lila es un homenaje a lxs luchadorxs de la República y por la diversidad sexual.

De inmediato, Enrique -el dueño – nos invitó un vino. Excelente brebaje. Manuel arremetió con el cante y todos hicimos palmas. Alguien puso otra copa en mis manos ya vacías. Acepté sin verguenzas. Manuel conmueve con su voz y el flamenco me agita el alma. Hablo un rato con él y me regala su último CD. Me revela que trabajó 5 años con Camarón de la Isla y le doy un abrazo. Le cuento sobre mi abuela que entonaba esos temas gitano-andaluces mientras cocinaba. Brindamos qué sé yo cuántas veces. Siempre fui malo pa’ las matemáticas.

Se armó un bello jolgorio. Las chicas despliegan sensualidad, dibujan hechizos con sus manos, clavan sus ojazos y sacan a bailar a los “omes”. Piden que todos bailemos. Y bué, quévacer. Más vino. Hasta que alguien exige:
-¡Óscar (sí, con acento en la Ó), anda, canta un tango!
-¡No sé cantar!, aclaro.
-¡Que sí!, me insisten.
Y bue, el tinto, el blanco o qué se yo, hicieron su labor. “Voy a recitar”, dije y me mandé con “Se tiran conmigo”, de Luis Díaz. “Estoy mirando de frente/pasar la vida fulera/amurado sin un cobre/sin tener donde dormir/ los amigos ni se arriman/ se florean con gambetas/ la mina no quiere lola, se entreveró con un gil…”. Solo la gran generosidad andaluza llenó el sitio de aplausos.

Más tinto, invitado por no sé cuántxs. Se me acerca un “tío” y me pregunta si Clara es mi mujer: – “¡No, viejo, somos amigos desde pibxs! Se pone contento y otra copa viene. No puedo negarme.

Manuel sacude a la peña una y otra vez, es un gran cantaor. El tiempo pasa, se hace de noche. Ya no iremos a La Alhambra.

Salgo a tomar aire. Vienen dos que me preguntan por Clara. Les digo que soy su amigo y no su guardabosques. – ¿Guarda qué, “ome” ?, preguntan.

– “Me entendieron bien, vayan que tengo a hablar con la luna”, pedí. Miraron con extrañeza.

Estaba más que triste, toda la tarde en Graná y no fui a ningún sitio de Federico. Entonces, le pregunté a la luna cómo pude hacer semejante cosa, me puteé en diversos idiomas y dialectos.

-Salió un “chaval” que me interrogó: ¿Qué pasa, argentino? ¿hablas solo?
-Bueno, es que quería ir a algún lugar de Federico García Lorca y no lo hice por estar de joda. Y ya no sé si volveré a Graná.
-¿Pero qué dices, “ome”? Federico venía siempre a la taberna esta, si vivía enfrente.
-¡Me estás jodiendo!
-¡Que es verdá, “ome”!

Por alguna razón no le creí. Pensé que lo dijo para amainar mi tristeza.

Salí disparado a preguntarle a Enrique, el dueño, quien servía copas tras el mostrador. Al fin y al cabo, es una posibilidad, pensé.

Contundente, Enrique Martínez, detalló:
-Federico era como hermano de mi abuelo y venía siempre acá, Óscar, él vivía allí enfrente. Que esa es la verdad. Has estado bebiendo, cantando y bailando donde él mismo lo hacía.

(Ahí supe que muy pocos creerán esta mágica historia, aunque tenga dos decenas de testigos. No me importa. Tengo que escribirla. ¿Estaré en condiciones de escribir cuando salga de acá? Tampoco me importa. Se trata de enfrentar la circunstancia. Salute).

Enrique reafirmó lo dicho, dio detalles incontrastables,su familia posee la taberna desde 1911, me miraba fijo y asintió reiteradamente. Contuve las ganas de llorar y le dije: “Ya vuelvo”.

Regresé a la vereda y brindé al viento con Federico copa en mano. Miré a la luna, que estaba en cuarto menguante y, después de brindar con ella, de sentirla gozosa, le recité estos versos que le escribió Federico: “La luna vino a la fragua/ Con su polisón de nardos/ El niño la mira, mira/ El niño la está mirando/ (…)Dentro de la fragua lloran/dando gritos, los gitanos/ El aire la vela, vela/ El aire la está velando/ En el aire conmovido/mueve la luna sus brazos/ y enseña, lúbrica y pura/sus senos de duro estaño”.
Luego, envuelto en una legítima sonrisa de victoria, volví a la taberna de Federico. Me abracé con unos y otras y allí me quedé hasta que las velas no ardieron.