Trazos del amor empecinado

Oscar Castelnovo

El joven alto y delgado, de unos 17 años, ingresó a la Casa de las Madres y, casi a la entrada, casualmente estaba Juanita Pargament, quien le preguntó qué necesitaba.

-Me dijo un amigo que ustedes tienen un libro con fotos y datos sobre los desaparecidos, respondió el muchacho.

-Así es, todo lo que tenemos está en esta mesa, fijate cuál te puede servir, dijo Juanita.

-Éste:“Nuestros hijos”, contesto el joven tomando el libro, al tiempo que buscaba en su interior con avidez.

-Lo llevo, ¿cuánto sale?, preguntó el muchacho, luego de cerrarlo.

-Mirá, si vos tenés un familiar desaparecido o vas a hacer un trabajo sobre las Madres te lo regalamos. Y si no, no sale mucho. ¿Vos tenés a alguien desaparecido?, interrogó Juanita

-Sí, a mi padre, afirmó el muchacho.

-¿Y quién es tu padre?, preguntó Juanita.

-Mi papá es Alberto Pargament, contestó el joven.

De este modo Juanita se reencontró con su nieto Javier, a quien no veía desde que era un bebé.

Entre Cátulo Castillo y Radowitzky
Muchas décadas antes de este singular suceso, exactamente el 20 de julio de 1914, Juana Meller arribaba al mundo en el pueblo de Domínguez, Entre Ríos. Aunque por un curioso hecho“me anotaron tres meses después porque en ese año hubo grandes inundaciones, tanto es así que mi padre tuvo que ir a caballo para inscribirme a otro pueblo, porque los puentes se desbordaron, los caminos estaban anegados y encima me anotaron mal”, relata Juanita. Resulta que el hombre a cargo de la oficina estaba totalmente borracho y en vez de Juana le puso “Yaba”. Vaya uno a saber de qué recoveco alcohólico sacaría el nombre, pero así quedó en el documento de Juanita hasta que, años después y ya en la Capital, merced a una gauchada le corrigieron aquel nombre mal escrito.

-¿Qué recuerdo viene desde tu infancia?
-Tenía como cuatro años y decían que era muy linda, y me acuerdo que un gran compositor de tango, Cátulo Castillo, se acercó mucho a nosotros, se había encariñado especialmente conmigo. Entonces me ponía arriba de un caballito petiso y me llevaba de puerta en puerta saludando a toda la población. En esa época no nos iba muy bien económicamente, mi madre tenía taller de ropas con mi hermana, trabajaban demasiado. En casa no había muchos juguetes, las pocas muñecas las hacíamos y las prestábamos. De manera que mis juegos eran hacer pochoclos con los chicos del barrio, o brincar en algún rincón del jardín o en el fondo.

¿Cuáles eran tus travesuras?
-Mi mamá tenía la costumbre de hacer dulces caseros. Entonces me iba a una habitación donde estaba el dulce, agarraba mi cajita, lo robaba y me lo iba comiendo…chorreando hasta que llegaba al fondo. Cuándo llegaba mi madre y veía el caminito de dulce que cruzaba las habitaciones ¡te imaginás!

-¿Hasta cuándo viviste en Domínguez?
-A los 5 o 6 años vinimos a Buenos Aires y sufrí mucho el transplante. Lloraba permanentemente, pero lloraba a los gritos. Eso es lo que trastornaba a la familia porque no podía superarlo, tal es así que cuando tuve unos 10 años me mandaron al campo porque había sufrido por el cambio de vida, de temperatura, de ambiente. Y me mandaban a los campos de los amigos, por ejemplo del dramaturgo Osvaldo Dragún. Osvaldo tenía una abuela que a la noche cuando nos acostábamos cada una en una cama nos leía en voz alta un cuento. Nos llevaba tiempo hasta que terminaba el relato y tengo un lindo recuerdo de eso.

-¿Qué más te gustaba del campo?
-Toda la vida en el campo en sí me gustaba, el hombre criollo, la trilladora, la cosecha de trigo, el mate cocido. Era un clima muy particular porque había peonadas enteras que hacían la cosecha de trigo. Recuerdo el sabor del mate cocido que se tomaba al lado de la trilladora junto con toda la gente. Era una vida distinta, sobria. Tenía una característica: eran colonias que se habían formado con grupos inmigrantes y había una especial relación entre todos, los sábados se reunían en una de las casas y se leían libros o se discutía sobre relatos que aparecían. También se compartían obras de teatro, que después se representaban en el pueblo. Algunas de aquellas escenas me despertaban fuertes enojos y rencores, yo lo vivía así. Todo eso disparaba en mi un ansia por saber, leer y discutir. Una vida muy linda.

-¿De joven participabas en política?
-Si, porque yo tenía una hermana 10 años mayor y me llevaba adonde iba, ya sea a las marchas de izquierda, por la libertad de Sacco y Vanzetti, por Simón Radowitzky, por el día de los trabajadores. Y ahí fui acercándome al anarquismo. Recuerdo con gran respeto a esos luchadores, muchos de los cuales fueron asesinados a mansalva. Ellos sentían que la acción directa era un camino liberador, y tenían una entrega desinteresada de verdadero amor a la causa. Y a los casi 90 años que tengo hoy nadie me ha podido demostrar semejante entrega, sólo nuestros hijos.

-¿Y cuando te alejaste del anarquismo?
-Cuando me casé, mi marido era socialista, trabajaba y viajaba mucho, yo era secretaria en el Banco de Canadá. Él era muy absorbente y celoso, y poco a poco me fui alejando. Y entonces me dediqué a trabajar, nunca dejé de hacerlo hasta jubilarme, y a las tareas de la casa.

Todos los hijos

-¿Cuáles fueron los principales cambios en tu vida luego de la desaparición de tu hijo?
-A mi me afectó profundamente que se llevaran a Alberto, tenía que buscarlo, necesitaba encontrarlo. En ese entonces yo trabajaba como secretaria en un campo de deportes en la ruta 203 en Campo de Mayo. Imaginate lo que sentía frente a todos esos grandes e impenetrables terrenos. Diariamente veía subir y bajar aviones y pensaba que en alguno de esos podían llevar a mi hijo. Entonces me transformé, ya no era la misma, la que tenía optimismo frente a los hijos y la vida. Ya no era la misma, porque mi compromiso era buscarlo y encontrarlo. Y bueno, ingresar a las Madres me cambió todos los proyectos de vida.

-¿Qué cosas empezaste a hacer que antes no hacías?
-Me di cuenta cómo se va formando el compañerismo, la comprensión entre los que estábamos afectados, y comprendíamos el dolor del que camina al lado de una por el mismo motivo. Esto es una cosa increíble. Sentís que te vas alejando de todo, te vas aislando de todas las amistades, porque tu idea, tu necesidad es seguir buscando al hijo. Entonces es cuando vos caminás a la par de gente que siente, crea y lucha por lo mismo, cuyo dolor es el único que puede comprender tu dolor.

-¿Qué otros cambios registraste concretamente en tu persona?
-Pensé mucho y hasta escribí sobre este tema. Algo así como si un plácido lago se transformara en un volcán que de golpe cambia la calma por el estruendo. Toda la familia siente que algo se ha modificado, ¿y de qué se trata? Se trata del amor antiguo pero también nuevo, un amor distinto. Y como uno no puede encontrar al ser que ama, no concibe otra salida que alejarse, buscar otros horizontes que las cuatro paredes de su cocina. Al marcharse a una se le desgarra el corazón y la acosan los miedos, deja a los suyos, rompe el cordón que la ataba a tantas cosas, a la infancia, a sus amigos, a su gente y se siente liberada. Y ya rodeada de compañeras disfruta de esa libertad que cree logrará a despecho de todo. Ha fortalecido la esperanza, al cambiar la vida por algo que vale la pena, horizontes más amplios. Y entonces, ha encontrado en otros hijos a los suyos. Y todos son sus hijos.

-¿Tu familia entendió tu lucha?
-Un parte no, yo me alejé porque eran de derecha. Pero otros sí, la tomaron con mucho respeto, desde los más grandes a los más chicos. Entendieron y asumieron los riesgos. Así que yo recibí apoyo para todas mis actividades. Me acuerdo que se pusieron contentos cuando empecé a escribir literatura en el taller. Yo antes escribía artículos en la revista de la Asociación Bancaria, hacía la página de la mujer, pero no literatura.

-¿Qué texto recordás ahora que les haya impactado? – Algo que escribí sobre mis pies y la búsqueda de Alberto: Son esos pies/ que cuando chica/ los metía en el charco para sentir/ su frescura, como capricho./ Son esos pies/ que cuando llovía/ hacían que corriera/ para mojarme, y sentir/ algo distinto./ Son estos pies/ con los que recorrí el asfalto/ tantos días, tantos años/ tantas calles, y atravesé/ tantos ríos./ También con ellos/ me fui muy lejos, siempre/ buscándote – buscando amigos/ que me hablaran de vos- buscando sitios/ que te guardaban/ Todo fue inútil. / ¿Los pies? Siguen cruzando/ todos los caminos, sin descansar/ como el torrente que no descansa/ ni descansará/ jamás.

-Juanita, ¿qué etapas del país padeciste y cuáles amaste en estas nueve décadas?
-Padecí la época del peronismo y odio profundamente la etapa de la dictadura. En la época de Perón había mucho fascismo, ese fue un hecho innegable. Por eso, me da bronca oír a la gente que habla del peronismo con idolatría. Y bueno, hasta mi hijo Alberto era fanático de Perón.

-¿Discutían sobre el tema?
No, yo no podía hablar con mi hijo de eso, encima mi marido ya había muerto para que dialogaran. Le pedí a mi cuñado que lo hiciera para que Alberto viera lo qué es el peronismo, pero él no quería escuchar. No nos peleábamos porque hubo como un pacto: dejamos de hablar sobre eso. Y yo no me siento gorila, sucede que conocía a los verdaderos anarquistas, la fuerza y la honestidad que tenían. Ellos no querían nada para sí. En cambio durante el peronismo se propalaron los abusos, la represión y la corruptela.

-Me hablaste del odio a la dictadura…
-Sí, fue la época más triste de la Argentina que yo haya visto. Los treinta mil, la destrucción de la economía y la que pasamos las Madres: Azucena, Mary, Esther secuestradas, los seguimientos, las persecuciones. A ambos lados de mi casa, en la que aún vivo, pusieron un cartel que decía “aquí vive Juana Pargament, madre de un subversivo”. Recuerdo que cuando vi los carteles venía de acompañar a una paraguaya exiliada que le habían secuestraron el marido. Fue un impacto grande. Pero después tuve una alegría: al lado de los carteles alguien había pegado una nota publicada en el Buenos Aires Herald a favor de los militantes que se llevaban. Llamé a un compañero y le conté, y él me dijo “ves Juanita, que hay un amigo en el barrio”. También en la cuadra de la Casa de las Madres nos pintaron las paredes de toda la calle “cueva de terroristas”. Y nosotras pusimos en el segundo piso donde estábamos, en el balcón, un cartel Asociación Madres de Plaza de Mayo, para que se sepa. La gente que pasaba nos alentaba: “madres no paren, sigan, no cierren la Casa”. Y seguimos, y seguimos y seguimos. No paramos nunca, los gobiernos pasan y las Madres quedan firmes, así, con todo, hasta hoy.

Construcciones

-¿Estuviste en Cuba?
-Sí, pero no viví en los grandes hoteles, viví con el pueblo. Ese pueblo que admiro ardientemente, porque sufre necesidades y angustias y sigue siendo un ejemplo moral para el mundo. Visité los hospitales, las escuelas, vi a los pibes saludables y cultos. Mi hijo y todos los compañeros tenían adoración por Cuba y por Fidel. El pueblo admira a su líder, y yo quisiera que dure por muchos años, quiero poder hablar con admiración por siempre de esta construcción que hicieron el Che, Fidel y el pueblo de Cuba.

-¿Pensás en lo que pasará con la construcción de las Madres cuándo ya no estén las Madres?
-Tenemos la esperanza de que el esfuerzo que hacemos con la Universidad, con la lucha de la Plaza, tiene que generar sentimientos, actitudes, conciencia. Habrá compañeros que continuarán la obra y caminarán en la Plaza y desarrollarán aún más la Universidad. Muchos van seguir con la formación del hombre nuevo, que no empezó ni terminará con las Madres, me refiero al hombre consciente, al que se va educando en hermandad con los otros y busca y realiza una salida colectiva de justicia y dignidad para sus semejantes. Tengo plena confianza en que va a ser así. Hace unos años, mi nieta Denise estaba en primer grado y tenía que llevar a la escuela una foto de la abuela. Ella solita recortó del diario una foto mía en la que tenía puesto el pañuelo, luego la pegó en el cuaderno y escribió “esta es mi abuela con pañuelo, porque va a la Plaza de Mayo a reclamar por mi tío que se llevaron los milicos”. La maestra puso el grito en el cielo, porque estaba en la vereda de enfrente. Y así pasa en el país: hay que parir esa Argentina valiosa que quieren abortar los dueños del poder, o los que reproducen su ideología, pero que se gesta con fuerza en mis nietos, y no quiero hablar sólo de mis nietos, hablo de miles de jóvenes y de todos los compañeros. ¿O vamos a permitir que los sueños de treinta mil hijos se los lleve el viento? ¿O vamos a permitir que el privilegio de unos pocos le gane a nuestro amor empecinado?