–La visión más difundida en el mundo sobre México muestra un país donde existe una cruenta guerra entre cárteles del narcotráfico y el Estado que los combate…
–Esa visión carece de sustento y de lógica. La violencia en México no se explica a partir de una guerra entre narcos ni es una disputa por la plaza. Es más: no existe un solo narcotraficante con capacidad para desafiar a instituciones como el Ejército, la Marina o la Policía Federal. Ni siquiera el recientemente detenido Joaquín Chapo Guzmán. Más allá de las versiones del propio gobierno, nada sustenta la verdad de lo que se afirma. En el núcleo de la violencia, la droga es solo el pretexto. La influencia del Departamento de Estado estadounidense en este tema es la clave. Es en el seno del sistema de gobierno estadounidense donde nace el impulso de las reformas judicial, energética, fiscal y educativa que se llevan adelante en México. Todo con un propósito de interés capital, en el que el Plan Mérida es el instrumento perfecto para la manipulación social y política del país. El sistema de terror tiene un propósito de destierro, un objetivo para despoblar territorios inmensos, ricos en hidrocarburos, minerales y agua. Existe un antes y un después de las reformas estructurales, como la energética, que hoy permiten la participación de capitales privados y extranjeros en la explotación de los recursos, pero cuya idea existe desde dos décadas anteriores.
–En 2007 el expresidente Felipe Calderón emprendió lo que llamó «la guerra contra el narco». ¿Cuáles son las consecuencias de esa iniciativa?
–Desde que la guerra contra el narco se afianzó en determinadas regiones de México, más de 120.000 personas han sido asesinadas. Pero la muerte es solo una cara de la violencia. Decenas de miles se encuentran desaparecidos, viven el flagelo de la extorsión o sufren el despojo de sus tierras. La versión oficial atribuye todo ello a los cárteles de la droga y se ha impuesto una narrativa que habla de «Estado fallido», de estructuras criminales que disputan el control no solo a grupos rivales, sino al Estado mismo. Algo que no se sostiene.
–¿Cómo se construye la estructura violenta en tu país?
–Mira, la violencia no es solo cuestión de dolor físico. La violencia es también la pobreza, la situación educativa, cultural, moral. Tomaré el referente de Ciudad Juárez, no solo por ser el paradigma de la desgracia, sino porque lo conozco perfectamente. Hace unas décadas Juárez era la frontera con mayor pujanza del país, contaba con 400.000 habitantes, y su economía se cimentaba en los servicios y la agricultura. Tenía un valle fértil, que concatenaba con el de dos municipios aledaños. El año 1968 marcó el inicio del programa maquilador, es decir, este esquema en el que los procesos de ensamblaje de grandes transnacionales se realiza con mano de obra barata, siempre fuera de territorio estadounidense. El programa sigue hasta nuestros días, y es a partir de él que se explica buena parte de la fenomenología social sufrida en la ciudad, una ciudad a la que atinadamente Charles Bowden llamó «el laboratorio de nuestro futuro».
Con el modelo maquilador el puñado de ricos que había en la ciudad se convirtieron en magnates, y junto con ellos creció una oligarquía, a la que no le importó masacrar vidas y condenar a una sociedad entera con tal de enriquecerse. En la década de 1990 Juárez generaba un PBI superior al de Holanda y Dinamarca juntos, pero eso jamás se reflejó en sus calles. El Estado nacional retribuye menos de 10 centavos por cada peso que genera y de ese remanente los funcionarios públicos se han robado sin descanso millones y millones de pesos. Hoy habitan en el municipio cerca de un millón y medio de personas. Salvo un núcleo concreto, el resto de la zona urbana es un conjunto de guetos miserables en los que abundan la heroína, el crack, la cocaína, la marihuana; pandillas armadas con fusiles de asalto, dealers de nueva generación, células del crimen que trafican drogas, personas y armas, que secuestran y extorsionan al amparo de la policía. En los barrios del poniente y del suroriente, hacia donde creció la ciudad en los últimos 20 años, se cuenta el índice más alto de víctimas de homicidio, desde que Calderón inició su guerra contra el narco en Chihuahua. Son barrios en los que la infraestructura educativa, médica, recreativa y cultural es increíblemente pobre, la más baja del país. En cambio, a través de ellas se tienden avenidas inmensas que conducen a la nada, al desierto. Obra pública concebida para la corrupción y para el lavado de dinero. Aún hoy, cuando el modelo económico de la ciudad es un fracaso rotundo, cuando la ciudad vive una desolación de posguerra, nada ha cambiado. Se mantiene el mismo orden con una población emocionalmente enferma, traspasada por la cultura de la muerte, de la violencia atroz.
–¿Cuándo comienza el neoliberalismo en México y cuál es la relación con la violencia?
–El consenso entre los politólogos es que los gobiernos neoliberales comienzan con Miguel de la Madrid (1982-1988). La consolidación de ese régimen alcanza su cénit con el sucesor, Carlos Salinas de Gortari. Bajo su gobierno se firma el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, al tiempo que estalla la rebelión en las cañadas de Chiapas, con el Subcomandante Marcos a la cabeza. Desde entonces también se concretan reformas que definirían el rumbo de los años siguientes. La Carta Magna ha sido modificada en tres cuartas partes desde 1917. Con Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, los tres últimos presidentes del PRI antes de que Vicente Fox obtuviera el primer triunfo electoral para el PAN, se efectuaron 158 reformas. Todas ellas encaminaron al país a lo que es hoy. Pero el actual presidente Enrique Peña Nieto es quien produjo las reformas estructurales que se han buscado desde hace 30 años. Entre ellas la energética. Con la reforma energética, después de casi 80 años se permite la inversión de capitales privados y extranjeros en la explotación petrolera. Por caso, los grados superlativos de violencia en esta supuesta guerra entre narcos por el control de las plazas, ocurrió justo donde se localizan los principales yacimientos de gas, petróleo y aceite shale (petróleo no convencional). Es decir, Veracruz, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Michoacán y Guerrero. Chiapas, en cambio, tiene más que ver con el fenómeno de tránsito migratorio de centroamericanos y su exterminio. Hay un antes y un después de la violencia a partir de que se alcanza la reforma energética. En vez de Chihuahua y Coahuila, por ejemplo, se centra en Tamaulipas, Michoacán y Guerrero. Y en vez de fuerzas paramilitares, surgen grupos de «autodefensa» o la participación de militares, marinos y federales se vuelve más estratégica, en alianza con agentes locales.
–¿Por qué te dedicaste a investigar la violencia en tu país?
–Bueno, creo que podría mencionar dos elementos. Aunque estudié Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Chihuahua, allí no aprendí –ni se aprende hoy– periodismo. Soy un tipo curtido en las calles más que en las aulas. En ello no influyó solamente el contexto social, sino la lectura. En un par de ocasiones en que mi padre viajó a la ciudad de México, siendo yo niño, le pedí que me trajera un regalo. A mi hermano menor le trajo unos origamis y otro tipo de juegos que suelen romperte la cabeza. A mí, en cambio, me llegó con una caja de libros viejos en cada uno de sus retornos. Libros inmensos que compró en la calle de Donceles, en el centro histórico de la ciudad. Yo era un niño de nueve años, así que nunca me interesé en ellos sino hasta un verano en el que no hubo vacaciones. Eran libros de la posguerra, tramas de espionaje y contraespionaje. Novela negra, thrillers policíacos de Agatha Christie. Terminé devorándolos antes del invierno de los 13 y me influenciaron decisivamente. Eso por un lado. Por el otro, a los 17 trabajaba en una pequeña empresa en la que se fabricaban bolsas de hule para supermercados. El supervisor había estado robando miles y miles de esas bolsas durante meses, pero la sospecha recayó sobre el muchacho encargado de la imprenta y sobre mí. Visualmente tenían a los sospechosos perfectos: un «pachuco» con estrabismo visual que siempre estaba manchado con pintura, y un rockero con pelos hasta mitad de la espalda y argolla en la oreja como yo. Los agentes ministeriales en México han sido siempre corruptos e inmorales. Aquella vez nos sometieron a tortura física y psicológica. Nos metieron a mazmorras, nos picanearon. En mi caso no les importó que fuera menor de edad. Tres veces me subieron a terminar una declaración ministerial que tenían armada casi por completo. Como me negaba, volvían al encierro y a los golpes y a la tortura psicológica. Por entonces, mi padre dirigía un diario en la ciudad de Chihuahua, a 370 kilómetros. Mi madre estaba de vacaciones con sus padres, en California. Así que mi hermano menor se comunicó con mi padre dos días después de no verme. El tema es que todo ello influyó para forjar un elemento rotundo a la hora de reportear temas sobre violencia y seguridad: la autoridad miente, fabrica, viola los derechos humanos y deja fuera de las indagatorias a los hombres del poder, sea éste político, económico o criminal. Y este hecho me impactó, sin dudas.
–Empezaste tu labor periodística desde muy joven. ¿Recordás cuál fue la primera noticia que te tocó cubrir?
–Sí, con total exactitud. Fue el 11 de diciembre de 1988, la víspera del festejo por la Virgen de Guadalupe. No soy creyente, pero el encargo para escribir aquella crónica de fervor delirante que tantas veces vi desde niño era algo inmenso. La multitud encendida, las imágenes de vírgenes, los danzantes, las veladoras, el sonido de los tambores. Demasiado visual para encararlo en una primera asignación como periodista a mis 19. Fue el primer hecho noticioso que tuve en mis manos, aunque no sabía bien qué hacer con él. Lo cierto es que me produjo una fascinación que no termina hasta hoy.
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Recuadro: h3. LOS 43
–¿Qué sucedió, según tu visión, con los 43 estudiantes desaparecidos el 26 de setiembre de 2014 en Ayotzinapa?
–Lo que afirman testigos –y mucho de ello se demuestra con bitácoras, videos y audios– es que en la desaparición de los 43 (42, si damos como válida la identificación de los restos calcinados de uno), el asesinato de otros 7 y el ataque general en contra de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, intervinieron militares, agentes federales, estatales y municipales. El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes expuso a comienzos de setiembre del año pasado sus conclusiones sobre la suerte de los 43. En síntesis, refutan la versión oficial de que fueron incinerados en el basurero municipal de Cocula. Para ello se requerirían toneladas de madera y neumáticos y la combustión hubiera generado una columna de humo de por lo menos 300 metros durante más de cuatro días. El fuego también habría dejado rastros de calcinación en el entorno, pero de ello no hay evidencia. Y acrecientan las dudas de parte de la comunidad internacional que descree, con razón, del gobierno mexicano. Pero también se vuelve a afincar toda esta atrocidad al supuesto poderío de un «cártel» de la droga, en este caso el de un grupo local llamado «Guerreros unidos», a quienes ya incluso les hallaron ramas comerciales en Estados Unidos y Europa. Otra patraña de la narrativa oficial. Para mí, esto no tiene relación con las drogas, sino con los hidrocarburos. No digo con esto que a los estudiantes los atacó un petrolero o un empresario, o que no existen los grupos criminales. Lo que señalo es el contexto de intereses de grandes capitalistas, nacionales y extranjeros, en territorios concretos del país, y el apetito voraz que se abrió tras la reforma energética, que es al final lo que mueve los engranajes políticos en la era reciente del país y genera el terror para apropiarse de bienes concretos.
–¿Cómo valorás la lucha de los padres que ya es un símbolo en el mundo?
–Los padres de los estudiantes, con su lucha, con todo el dolor que supone tener un hijo desaparecido, son un ejemplo de civilidad. Creo, además, que han tocado puntos ciegos en el inicio de su movimiento. Apuntaron hacia el ejército, y a partir de allí han señalado a las instituciones como las responsables únicas de la suerte de sus hijos. Porque no hay más para ellos: la responsabilidad absoluta es del gobierno, del Estado mismo. Las confrontaciones cupulares, las cortinas que el mismo sistema extiende con el tema del narco, son factores que no los sacaron de su reclamo profundo: el esclarecimiento de lo sucedido con ellos y el castigo para quienes tomaron parte del crimen.