La idea maldita

En el año 1967, el reconocido pedagogo francés Celestine Freinet , en su libro Les dits de Mathieu, recuerda recordar aquellos tiempos felices en los que niños y niñas eran cobijados por la comunidad y disfrutaban de frutos prohibidos en árboles vecinos en un mundo que se ofrecía sin reparos a sus mejores deseos. Y reflexiona: “si el propietario ofendido nos hubiera conducido ante el agente responsable del ‘orden’ que nos habría interrogado y acusado; si nos hubiéramos citado despiadadamente ante un tribunal, aunque fuera para niños, llevaríamos, todos, inscrita para siempre nuestras fichas descriptivas, la infamante nota de ‘delincuente’.” Para concluir en que los hechos verdaderamente reprochables en realidad provienen “del egoísmo y la inhumanidad de los que detentan la propiedad y la autoridad”.

Dos siglos antes, Juan Jacobo Rousseau, en las mismas tierras de Freinet también planteó de algún modo el mismo razonamiento en su célebre obra “El Contrato Social o Principios de Derecho Político”. Rousseau se pregunta: “¿Cómo podrá un individuo o pueblo apoderarse de un territorio inmenso privando de él al género humano de otro modo que por una usurpación punible, puesto que arrebata al resto de los hombres su morada y los alimentos que la naturaleza les ofrece en común?”.

Casi un siglo después, siempre en la misma Francia, Pierre Joseph Proudhom define la situación al decir que la propiedad es un robo en una frase provocadora para nuestra cultura, ya que nos es inconcebible tan solo imaginar que un propietario pueda ser un ladrón.

Tres pensadores franceses que en distintas épocas con 100 años de distancia alzaron sus voces para denunciar el pilar donde el sistema capitalista sienta sus sólidas bases, administrando los derechos de los propietarios y los no derechos de los no propietarios, para justificar un mundo que no hace otra cosa que traer el infortunio y la miseria a la mayoría de sus pobladores.

Pero lo grave, lo tremendamente grave de esto es la idea maldita que se alojó en nuestras vidas, ´por la cual le otorgamos a la propiedad el carácter sagrado de derecho natural, casi como que los ricos “vinieron con el pan bajo el brazo” por vaya a saber qué virtudes al nacer. Y los pobres, que no tienen nada, quizás por esa famosa frase que siempre merodea para alivianar nuestras conciencias de que “pobres habrá siempre”.

Y más grave aún, que es tan natural nuestro mundo injusto que estamos convencidos de que nada puede cambiarlo de raíz, que cualquier acción transformadora traerá males mayores y nos contentamos luchando por derechos que cuando son reconocidos nos sentimos satisfechos por la batalla ganada aunque, íntimamente, sabemos que esos derechos jamás serán respetados del mismo modo que la igualdad ante la ley luce como letra muerta en nuestra Constitución.

Entonces, ahí estamos discutiendo sobre la baja de la edad de imputabilidad y las condiciones en las que el sistema impiadoso controla los territorios sin dar respiro a quien ose rebelarse del destino pobre que le toca, sin discutir la cuestión de fondo que es la de la sociedad desigual que les toca vivir y que les roba sus mejores sueños.

II

Antes que la idea maldita viajara en carabela a través de nuestros mares y se asentara a través del saqueo a nuestra América, los verdaderos dueños de nuestras tierras tenían una vida comunitaria en armonía con la naturaleza y el universo, donde la propiedad privada era un término imposible de traducir para ninguna de sus distintas lenguas.

Millones de hombres, mujeres, niños y niñas pagaron con su sangre las arcas que permitieron financiar los comienzos de sistema capitalista, que tal como está escrito en la historia, sea la versión que se quiera tomar, proviene del robo.

Millones de hombres, mujeres, niños y niñas que siguen pagando con su sangre su sostenimiento y el saqueo que sigue, con el desmonte de nuestros suelos, la depredación, la contaminación de nuestros suelos y mares, la minería extractivista y todo lo que reluzca sobre nuestras tierras y que tenga valor en el Mercado.

Sin embargo, son delincuentes de los barrios pobres, adultos, niños y niñas, inimputables o no, los culpables de nuestros males.

III

En un lugar maravilloso de las tierras que rodean el Lago Mascardi, una comunidad mapuche decidió recuperar su territorio, donde la Machi encontró su rehue y devolvió a ese pedazo de tierra el respeto y la armonía que los blancos no solemos tener por el territorio que nuestra propiedad privada defiende. La lof lafken winkul mapu, así se llama este lugar que sin lugar a dudas se inscribirá en la historia de resistencias y rebeliones que forman parte de nuestra historia negada.

Ellos y ellas quieren vivir de sus cultivos con sus animales sin tener que mendigar nada a nadie, porque saben que en la tierra generosa reside la verdadera riqueza, que obviamente no produce hambre, ni desnutrición, ni pobreza.

Claro que, en el mismo instante de poner sus pies en esas tierras, la Justicia (la misma de la igualdad ante la ley) corrió rauda a desalojarlos para defender la propiedad privada. Propiedad que en realidad es de Parques Nacionales, es decir, se supone del pueblo argentino. Y así los acusan y procesan por “usurpadores”.

Convengamos que resulta sumamente irónico que a quienes le robamos sus tierras los acusemos de usurpadores, pero aun así no sólo están procesados sino que han sido sometidos y siguen sometidos a una feroz represión que no cesará hasta expulsarlos. Así asesinó Prefectura Naval a Rafita, un joven mapuche de familia muy pobre en los Altos del Bariloche oculto, que había decidido dejar el ropaje huinca para recuperar junto con su identidad mapuche un pedazo de territorio donde edificar su futuro junto con su comunidad.

La Ministra de Seguridad Patricia Bullrich, la Fiscal Federal Silvia Little, el Juez Leónidas Moldes y su secretario Alejandro Iwanow, entre otros, han conformado el ejército dispuesto a sofocar la rebelión, esa rebelión que va contra la maldita idea, esa rebelión que nos dice que la tierra es de todos y todas, para que la trabajemos, para que la disfrutemos y para que esos niños y niñas tan pequeños que forman parte de esa comunidad y que defienden su territorio, sin preocuparse si mañana serán declarados inimputables o no por leyes extrañas a su mundo, puedan trazar un futuro distinto para las generaciones venideras.

Esa rebelión que también, en momentos tan desesperanzadores nos está señalando caminos.

Sólo hace falta tomar el coraje para decidir hacerlo, organizarnos y comenzar a caminar hacia el horizonte de esa nueva sociabilidad humana que tanto necesitamos.