Como se viene advirtiendo y denunciando, las políticas de mano dura impulsadas por el gobierno nacional y provincial provocaron la mayor crisis y colapso del sistema de encierro y graves violaciones de derechos humanos. Han profundizado la tortura y la muerte ejercida por el Estado sobre sectores vulnerables de nuestro país y han sido acompañadas por un notable ajuste en las políticas sociales de promoción y protección de derechos.
En este marco, la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) expresa su preocupación y rechazo por los anuncios del gobierno nacional que profundizan políticas de seguridad orientadas hacia un mayor endurecimiento de la persecución penal como único recurso para garantizar la vida y la integridad de las personas. Estas acciones carecen de sustento riguroso en datos o información fiable, no se piensan de manera integral a fin de resolver la cuestión de la seguridad y sólo pretenden achicar, enmarcar y condicionar la agenda política de cara a las elecciones. Constituyen una enorme irresponsabilidad institucional que profundiza graves violaciones de derechos humanos de las poblaciones más vulnerables sin resolver la situación que se pretende.
En el último tiempo la llamada “doctrina Chocobar”, animada desde el gobierno nacional, se fue profundizando e institucionalizando desde el Ministerio de Seguridad de la Nación. Al Protocolo antipiquetes, se sumaron el Reglamento de uso de armas de fuego para las fuerzas de seguridad y el Programa Restituir que impulsa el reingreso a las fuerzas federales de agentes que cursaron procesos penales por violar los derechos humanos, todas medidas regresivas desde una perspectiva de derechos.
Con un panorama de ajuste de las políticas sociales en general, se siguen acrecentando los gastos en seguridad incorporando nuevas armas, como las pistolas Taser, que generan graves padecimientos que deben reconocerse como torturas. De manera irresponsable se afirma que su uso no es letal cuando se ha corroborado en distintos países que pueden ocasionar la muerte. En un estudio realizado por Amnistía Internacional en 2007, se informa sobre 269 muertes —sólo en EEUU durante un periodo de seis años— ocasionadas por el uso de estas armas. En Canadá este estudio reflejó 15 muertes en 4 años. El Comité contra la Tortura de Naciones Unidas ha señalado que el uso de estas armas “provoca un dolor intenso, constituye una forma de tortura y, en algunos casos, puede incluso provocar la muerte” (CAT, Portugal, pár. 14), razón por la cual solicita al Estado que considere renunciar al uso de las mismas.
El nuevo intento de bajar la edad de imputabilidad o punibilidad de los niños, niñas y adolescentes, que impulsan los ministerios de seguridad y justicia a nivel nacional va en la misma dirección, teniendo como contrapartida el cercenamiento de la financiación de las políticas de niñez expresadas en el presupuesto nacional 2019.
La medida no tiene ningún fundamento cómo política de seguridad porque, a pesar del estigma social que recae sobre los jóvenes pobres, su incidencia en la comisión de delitos es mínima, llegando apenas a un 3 % del total en el caso de jóvenes hoy imputables entre 16 y 18 años y a un porcentaje ínfimo si tomamos los menores de 16 años sobre los que se pretende bajar la edad. Por otro lado, los que se encuentran en conflicto con la ley, penalizados con el encierro, no recibirán ningún tratamiento para su responsabilización y reinserción, ni se les brindará posibilidades de acceso a la educación y la formación profesional. En las cárceles para jóvenes se padecen graves violaciones de derechos humanos que sólo ocasionan más violencia y restan posibilidades de modificar las conductas por las cuales se los sanciona. Esto es lo que ocurre cuando se responde a problemas sociales complejos desde la lógica del sistema penal. Con esta iniciativa no se cambia el paradigma sino que se lo profundiza.
Es falso afirmar que los jóvenes de menos de 16 años que cometieron un delito están en libertad: en la provincia de Buenos Aires, de los 680 jóvenes detenidos en centros cerrados o cárceles para jóvenes, entre un 10 y un 12 % son menores de 16 años imputados por homicidios, delitos sexuales o robos con armas.
Otra de las falacias es justificar el proyecto como medida para garantizar el debido proceso de los niños. La realidad en la provincia de Buenos Aires da cuenta de que no es así: gran parte de los jóvenes entre 16 y 18 años están condenados mediante un juicio abreviado extorsivo que demuestra la nula garantía de defensa en juicio o debido proceso legal que padecen.
Es necesario modificar el régimen penal vigente para la niñez aprobado por la dictadura militar sin bajar la edad de imputabilidad de 16 años. Bajar a 14 ó 15 años no sólo sería ir más allá del piso establecido por el gobierno militar para la utilización del sistema penal, además viola el principio internacional de no regresividad en materia de derechos humanos que se encuentra receptado en nuestro ordenamiento jurídico. También implica desoír las recomendaciones realizadas por el Comité de Derechos del Niño para Argentina que, al igual que UNICEF, plantea no bajar la edad del castigo penal.
La Ministra de Seguridad anunció medidas para establecer una imputabilidad administrativa sin límite de edad, medida novedosa que no se explicó pero supondría otras formas de penalización de los jóvenes. Se elige este camino represivo en lugar de la contención e inclusión de los jóvenes vulnerables.
A la disminución de los presupuestos para la protección y promoción de derechos de la niñez, debemos agregar la debilidad de los dispositivos, programas y planes de atención de la salud mental y las adicciones, un flagelo que padecen los sectores juveniles de bajos recursos. La mayoría de los jóvenes que llegan al delito lo hacen a partir de su adicción a las drogas. Lejos de proponer la solución de una de las causas importantes que origina los delitos, se ataca sólo la consecuencia produciendo la expansión del problema. No existen en las cárceles de jóvenes, programas de asistencia o tratamiento para adicciones, pese a ser uno de los principales problemas de quienes son captados por el sistema penal.
A estas cuestiones se suma la insistencia con responsabilizar a los inmigrantes por el crecimiento de la delincuencia y el narcotráfico. Con falacias e información sesgada la Ministra de Seguridad afirmó que son “el 20 % de las personas que delinquen”. Esto no es verdad: de las más de 85.000 personas detenidas en la Argentina los extranjeros representan cerca de un 4 %. Sólo si consideramos el sistema penitenciario federal que llega a las 13.000 personas podemos hablar de un 20 % de extranjeros, la mayoría detenidas por narcomenudeo. El impacto estigmatizante y discriminador de estas afirmaciones viola gravemente los derechos de estos colectivos y ocasiona un daño enorme al tejido social, fortaleciendo la xenofobia y la violencia.
La profundización de esta orientación manodurista es pura demagogia punitiva, de claro tinte electoralista. Cuando insisten con profundizar la mano dura, el gobierno elude hacerse cargo de la crisis humanitaria que se vive en los lugares de encierro, tanto cárceles como en dependencias policiales, con niveles de hacinamiento y sobrepoblación que baten records históricos a nivel nacional y de manera brutal en la provincia de Buenos Aires. Casi 50.000 detenidos padecen torturas sistemáticas, desatención de la salud, muertes por enfermedades curables, hambre y escasas posibilidades de trabajar o acceder a la educación. Lejos de sus familias y sin posibilidad alguna de que la cárcel resuelva nada de lo que provocó su llegada a ella.
Las medidas que se proponen no son inocuas y ocasionarán más sufrimiento y crueldad a las personas detenidas. Eso es lo que provocará la firma del convenio entre el Ministerio de Justicia de la Nación y el de la provincia de Buenos Aires el 22 de junio de 2018, que acuerda el traslado de 3.000 detenidos desde la órbita provincial a la federal. Lejos de pensar en revertir una política criminal que viola los derechos humanos, se adoptan medidas que la profundizan. Así, estas 3.000 personas se alojarán a cientos de kilómetros de sus familias, en lugares tan lejanos que impedirán el contacto familiar y harán ilusoria la ley de ejecución penal que requiere trabajar con los detenidos y sus familias su reinserción social.
Las masacres de Pergamino en 2017 y Esteban Echeverría en 2018, que suman 17 muertos por incendios en comisarías y bajo custodia del Estado, expresan la gravedad de la situación porque no se evitaron pese a las innumerables advertencias existentes y porque, a falta de medidas para prevenir nuevos hechos, pueden reiterarse en cualquiera de las comisarías provinciales.
A pesar del discurso encendido de persecución al narcotráfico, los que purgan condena y están en prisión preventiva son, en su gran mayoría, por delitos menores. No son los responsables de organizar los mercados ilegales.
Todas está cuestiones que hemos enunciado y rechazamos son muy graves para el estado de derecho, que es lo que todo gobierno democrático tiene obligación de defender y consolidar. No deben ponerse en riesgo para intentar mejorar las posibilidades electorales de un partido.
La sociedad no puede admitir que se sostengan políticas que vulneran el estado de derecho, insistiendo en que algunas personas tienen más derechos que otras. O que la integridad de unas pocas debe asegurarse a costa de la vulneración de las mayorías. Otros caminos son posibles: la lucha contra la pobreza, el hambre y el desempleo deben ser la agenda prioritaria del gobierno. Las políticas de inclusión que contemplen la equiparación de las desigualdades son prioridad en los tiempos actuales. Estas también son políticas de seguridad, que no deben concebirse limitadas a la persecución penal y la represión del delito.
Es imperioso insistir en que los problemas sociales ocasionados por la desigualdad no se resuelven con el sistema penal. No es saludable para la democracia intentar ganar elecciones apelando a imaginarios sociales racistas, clasistas y que segregan, presentando al otro diferente como el enemigo social que se debe controlar, reprimir, expulsar, encerrar y torturar. Incluso matar.
No hay paz social que se pueda construir desde la violencia. No hay democracia sin derechos humanos.