Sobre el 25 de mayo de 1810 y sus vísperas, para no repetir las traumáticas muletillas que nos enseñaron mecánicamente en la escuela primaria, estuve rastreando en estos días documentos y escritos menos conocidos. Y encontré de pronto un dato puntual que quiero compartir.
En 1807, el jefe de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires se llamaba John Whitelocke. Esta invasión, igual que la primera que había comandado Carl Beresford, también fue rechazada y Whitelocke tuvo que irse con el rabo entre las piernas.
De regreso a Londres debió comparecer ante una Corte Marcial que lo declaró culpable y lo consideró “incapacitado e inmerecedor de servir a Su Majestad en ninguna clase de empresa militar”.
Hasta aquí me parece que no hay nada sorprendente y creo que tampoco muy desconocido. Pero lo que sí me llamó la atención es la defensa que John Whitelocke hizo de sí mismo.
¿Qué alegó el militar británico ante el tribunal del imperio que lo juzgó?
Whitelocke arguyó que él no se sentía culpable de la derrota, porque consideraba que era imposible, absolutamente imposible, conquistar una ciudad como Buenos Aires donde todos los habitantes sin excepción habían salido a la calle a combatir.
Y no hacen falta demasiadas exégesis ni agregados para este episodio. Contra los ingleses en 1807 o contra la policía asesina del 19 y 20 de diciembre del 2001, la larguísima lucha librada por los sectores populares de esta urbe portuaria tan polifacética como contradictoria, sigue siendo no sé si la misma, pero por lo menos bastante parecida.
En esos tres o cuatro años que van de las invasiones inglesas al 25 de Mayo se fue desarrollando y profundizando la conciencia colectiva.
En estas horas recordamos la Revolución de Mayo de 1810, que como la revolución francesa ocurrida 21 años antes, en 1789, no fue una revolución de los más desposeídos. En el caso nuestro no tuvo como epicentro un levantamiento de los esclavos traídos por la fuerza desde África y desde otras latitudes, ni fermentó en el marco de una rebelión indígena, como la heroica revuelta de Túpac Amaru, sino que se conformó como una revolución iniciada por la burguesía porteña que había entrado en colisión con el oscurantismo godo e inquisidor de las huestes de Fernando VII.
Sin embargo, en las condiciones feudales que los colonialistas españoles habían impuesto a sus posesiones en el nuevo continente, el pronunciamiento del 25 de mayo de 1810 fue una auténtica revolución que planteó una nueva etapa, desencadenando una dialéctica y una dinámica que se prolongó con muchas luces y muchas sombras en las guerras por la independencia.
En el Cabildo Abierto del 22 de mayo ya habían quedado bien delineadas las dos posiciones.
El obispo Benito Lué y Riega, que era un incondicional de la Corona, opinó que el virrey Cisneros debía ponerse al frente de la situación, en tanto que el abogado Juan José Castelli, que estaba fuertemente inflamado por las ideas renovadoras de los enciclopedistas como Rousseau, manifestó a los gritos que el poder de la España colonial, de la España realista, había caducado y que el pueblo debía asumir los derechos de soberanía para constituir un nuevo gobierno.
Era la segunda década del siglo XIX.
Fue justo en ese momento histórico, al producirse una serie de coyunturas internacionales favorables, sobre todo la invasión de Napoleón a España, y, al abrigo del ocaso colonial que desencadenara el relevo de los comerciantes monopolistas ligados a la metrópoli por una burguesía de carácter nativo; fue justo en ese momento histórico que un sector importante de los habitantes de la margen occidental del Río de la Plata decidió tirar por la borda al régimen oprobioso del rey de España para asumir por sí solos la conducción de la cosa pública.
Durante la semana que va del 18 al 25 de mayo de 1810 los acontecimientos se precipitaron y, en medio de los avances y reflujos producidos por las distintas corrientes de opinión que convergían hacia la revuelta, el Cabildo —un verdadero parlamento donde estaban reprersentados los empleados civiles, alcaldes, cónsules, clérigos, profesionales, comerciantes, vecinos sin designación, etc.— decide en votación dividida que el poder de España había finiquitado.
Los que empujaban para adelante, los que no querían ninguna concesión y rechazaban cualquier posibilidad de negociar un gobierno compartido, triunfaron no sin sobresaltos, dejando atrás a los timoratos y agentes encubiertos de la monarquía española.
Fue sin duda un pronunciamiento popular que inició una nueva era en el continente. Buena parte de los habitantes, reunidos en la plaza pública y conducidos por las milicias populares que habían organizado French y Berutti bajo el nombre de “Legión Infernal”, desbordaron a los indecisos para exigir a voz en cuello el cambio total.
Concretamente, desde la plaza, exigieron no solo que renunciara el virrey Cisneros sino también los demás. Textualmente dijeron en aquella jornada de 1810: “Si no se van, los resultados podrían ser fatales.
Con lenguaje actual diríamos: que se vayan todos, que no quede ni uno solo.
Y en realidad, en aquel 25 de mayo de 1810, pasado el mediodía, los regidores se prestaron a establecer la nueva Junta y la presentaron a la población para que fuera aprobada. También se agregaron una serie de disposiciones, como la obligación del nuevo gobierno de informar todos los días primero de cada mes sobre el estado de la economía y, también la obligación de invitar a representantes del interior.
Mientras tanto, simultáneamente en Europa, se producía el descalabro de la égida española y emergía victorioso el imperio napoleónico que, con su campaña política, diplomática y militar, dominando a todo el viejo continente, desde fines del siglo XVIII hasta 1815, intentó prematuramente organizar un gigantesco mercado europeo para contraponerlo al dominio marítimo y comercial internacional de Inglaterra.
Estos enconos interimperiales se vieron reflejados en el prisma de la revolución producida en Buenos Aires el 25 de mayo, ya que sus jornadas posteriores fueron agudizando los enfrentamientos entre la corriente conservadora de Cornelio Saavedra y la liberal jacobina de Mariano Moreno, fundamentalmente en el terreno económico.
En ese sentido la experiencia histórica mundial indicó siempre que sin un proteccionismo inicial no se ha desarrollado ninguna economía moderna. Es decir, que el factor inicial para cualquier proceso primitivo de acumulación —y esto fue válido para los países europeos en el comienzo del capitalismo—, es una activa intervención del poder poder político.
Mariano Moreno pareció intuirlo y, claramente, aludió a las funciones que el Estado debe cumplir para promover la economía, proponiendo la confiscación de bienes que le otorgue al poder político la posibilidad de “crear fábricas e ingenios y otras cualesquiera industrias, navegación, agricultura y demás, lo que produciría en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesita para la conservación de los habitantes”.
Esta verdadera plataforma de economía nacionalizada la planteó Mariano Moreno premonitoriamente con meridiana claridad.
Pero Mariano Moreno, a fines de 1810, se vio obligado a renunciar y, pocos meses después, cuando apenas tenía 32 años, fallecía en alta mar en circunstancias dudosas.
Con él desaparecería también su grupo, cambiando radicalmente la orientación revolucionaria.
A fines de 1813 ya había quedado estructurada una política económica caracterizada por la tendencia al libre cambio en las exportaciones e importaciones y las franquicias a los extranjeros para intervenir en el comercio exterior. La ecuación de la dependencia económica comenzaba a formalizarse.
Porque el triunfo industrial de Inglaterra, con su consiguiente poder económico y político, tuvo sin duda que ver con el hecho de que la revolución rioplatense, como la de todas las ex colonias, se redujese a la separación política sin cambio de las estructuras económico-sociales (salvo quizás los chispazos de Hidalgo y Morelos en México y de Artigas en la Banda Oriental).
De todos modos, el 25 de mayo de 1810 fue un gesto de rebeldía inicial muy serio. Pese a que el golpe de Estado que hizo caer a Moreno generó que la economía pasara de un patrón a otro. Pese a que ya en ese momento el aparato estatal comenzaba a dar los primeros pasos en la senda de una política exportadora de materias primas y consumidora de productos manufacturados de procedencia británica. Y, sobre todo, pese a que los sectores hegemónicos de la economía mundial de ese entonces se abalanzaron una vez más sobre estas playas.
Más allá de las edulcorosas transfiguraciones escolares, se trata de una fecha trascendente que representó un paso hacia adelante. Igual que las guerras populares libradas por San Martín, Güemes y tantos otros.
Cien años después, el 25 de mayo de 1910, cuando los conservadores en el poder montaron un gran circo con el Centenario, los anarquistas y buena parte de la clase obrera rechazaron la celebración y opinaron que se trataba de una fiesta de la burguesía que nada tenía que ver con la revolución proletaria.
Y no era para menos. La llamada “sociedad decente”, con el patrocinio del gobierno oligárquico presidido por Figueroa Alcorta, convirtieron al 25 de mayo en una celebración de las clases altas, neutralizaron todo su significado de ruptura con el yugo colonial y hasta llegaron al límite de reducir la versión original del Himno Nacional prescindiendo de todas las estrofas revolucionarias y de confrontación.
Los trabajadores, en los primeros días de mayo de 1910, respondieron con una multitudinaria manifestación llevada a cabo en la Plaza Colón, detrás de la Casa Rosada, para reclamar por los presos políticos y sociales.
La concentración congregó a unos 70.000 manifestantes (cifra altísima para la época) y la clase dirigente montó en cólera ante el temor de que los obreros les aguasen el festejo.
Entonces salieron a la calle las fuerzas parapoliciales de lo que después se autodenominaría Liga Patriótica, que incendió locales partidarios y sindicales, la sede del diario anarquista La Protesta y la redacción del matutino socialista La Vanguardia.
El 14 de mayo, en un club oligárquico, la Sociedad Sportiva Argentina, ubicada en la calle San Martín entre Lavalle y Tucumán, las patotas de la derecha, comandadas por el barón Demarchi, resolvieron salir esa misma noche para lo que ellos dijeron que era “darle una lección a los extranjeros subversivos y antipatrióticos”.
Sin embargo, no obstante la feroz represión, con muchos sindicatos destruidos, clausurados, saqueados e incendiados, el 18 de mayo de 1910 se llevó a cabo la huelga general revolucionaria que se extendió por una semana.
La oligarquía pudo finalmente celebrar el Centenario con la infanta Isabel de España como invitada de honor, pero quedó con la sangre en el ojo y rápidamente elaboró nuevas leyes represivas, como la ley 7029 llamada de Defensa Social, que permitía castigar al movimiento obrero con o sin estado de sitio.
Cincuenta años después, durante el gobierno de Arturo Frondizi, el de la entrega del petróleo y del Plan Conintes (Conmoción Interna del Estado), la oligarquía también celebró la fecha que, en 1960, al cumplirse 150 años, fue denominada sesquicentenario de la Revolución de Mayo.
Entonces yo era muy joven y el 25 de mayo de 1960 participé de una multitudinaria movilización en el tradicional recorrido de Plaza Congreso a Plaza de Mayo organizada por la izquierda que coreó una consigna que mantiene hoy toda su vigencia: “Sesquicentenario sin Fondo Monetario”.
Desde que el pronunciamiento popular de 1810 había derrocado al virrey, símbolo de la prepotencia inquisitorial de la metrópoli española, había corrido mucha agua bajo los puentes.
La burguesía, como en 1910, como en 1960 y, sobre todo, como en las décadas posteriores de creciente obsecuencia a los dictados imperiales, falsificó el significado de la fecha y trató de convertirla en una efemérides desprovista de contenido revolucionario. En el campo popular de todos los tiempos no faltaron los debates sobre el significado de palabras que son interpretadas en forma distinta de acuerdo a los intereses de la clase social que las pronuncia, como “patria” y “nacionalidad”.
Y en el 2018, más allá de los cantos de sirena que pretenden otra vez hacernos pasar gato por liebre, y más allá de todos los objetivos de lucha coyuntural que nos siguen movilizando contra el régimen perverso de exclusiones y represión que nos agobia y oprime, también vale la consigna de luchar por la segunda independencia. Aunque hoy, además, hablemos de socialismo y revolución obrera.
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El Cordobazo
Hasta aquí una de las fechas que recordamos hoy. Pero este trabajo está dedicado también al Cordobazo del 29 de mayo de 1969. Al Cordobazo de hace 49 años. Al Cordobazo de Agustín Tosco, de los estudiantes que se atrincheraron en el barrio de Clínicas de aquella ciudad, de los obreros de Luz y Fuerza y otros sindicatos que, en determinados lapsos, hicieron retroceder a los feroces represores de la policía montada.
Los grandes movimientos populares de la historia no se olvidan , a pesar de los ingentes esfuerzos del régimen por obturar la memoria colectiva.
Así como la toma del frigorífico Lisandro de la Torre por los trabajadores de la carne, a principios de 1959 en el barrio de Mataderos, y como tantos otros hitos en los que predominó la lucha obrera, el Cordobazo también fue escrito con la la sangre rebelde de los oprimidos.
En las postrimerías de la dictadura del general Juan Carlos Onganía, concretamente en mayo de 1969, cuando la combatividad popular en todo el país estaba haciendo tambalear a aquel gobierno integrista y preconciliar que en sus primeros tramos había contado con el apoyo de la burocracia sindical, los hechos se sucedieron en Córdoba sin solución de continuidad, poniendo en jaque el andamiaje trabajosamente montado por la oligarquía.
Los hechos principales de esos días fueron: la movilización de todos los trabajadores de IKA-Renault; el desafío de los estudiantes; el paro general del día 16 convocado por ambas CGT; el pronunciamiento de los alumnos de la Universidasd Católica que desafiaron a las autoridades de esa casa de estudios; la confrontación con la policía el día 23 en pleno centro de la ciudad y, finalmente, el repliegue hacia el tradicional barrio de Clínicas.
El 26, Agustín Tosco, el aguerrido dirigente de Luz y Fuerza enfrentado a los burócratas participacionistas del vandorismo, llamó a un paro activo para el 29, día en que millares de obreros y estudiantes convergieron hacia el corazón de la capital cordobesa.
El día anterior, al salir del despacho de Onganía, el gobernador de Córdoba, de apellido Caballero, declaró a los periodistas que se evitaría la violencia “a cualquier precio”. Además, la policía amenazó al pueblo anunciando que no le temblaría el pulso para hacer uso de sus armas de fuego. Por su parte el jefe del III Cuerpo de Ejército, general Sánchez Lahoz, arengó a sus tropas con el típico cinismo de los militares, instándolas a mantenerse “firmes en busca del mundo tantas veces soñado de grandeza y felicidad”.
Desde muy temprano, en aquella mañana del 29 de mayo, las fuerzas represivas se desplegaron en toda una amplia zona céntrica que rodeaba el local de la CGT con el visible propósito de impedir como fuere que los obreros llegasen al centro de la ciudad. Particularmente el objetivo más claro era obturarle el paso a los trabajadores de IKA-Renault, los tradicionalmente más combativos.
A las 11 de la mañana, justamente los obreros de las plantas de IKA-Renault, Grandes Motores Perkins, los empleados de la Empresa Eléctrica de la provincia (EPEC) y otros se encolumnaron hacia la ciudad.
Por lo menos 3000 trabajadores componían esta columna, que comenzó a desplazarse lentamente por la céntrica Avenida Vélez Sarfield.
Los estudiantes comenzaron a bajar desde el barrio Clínicas para converger con los obreros. Y a las 12, en el centro, el combate se había desatado y las contundentes respuestas obreras a la policía no se hicieron esperar.
Todavía hoy resulta más que emocionante observar la filmación de aquellos hechos, cuando la policía montada, ante el fervor conbativo de obreros y estudiantes, se vio obligada a retroceder.
Si hay un momento glorioso en la lucha popular de las últimas décadas que puede servirnos como referencia, es ése: cuando los policías tienen que darse vuelta y escapar.
Los manifestantes se habían dividido en numerosos y nutridos grupos, con una gran operatividad, sorprendiendo a la policía que dejó de usar gases lacrimógenos para utilizar en cambio pistolas Ballester Molina, calibre 11.25 milímetros, según testimonio de los diarios cordobeses. A las 13, cerca de la terminal de ómnibus, balearon a mansalva a los obreros, cayendo asesinado Máximo Mena, obrero de Santa Isabel, la principal planta de IKA.
La policía se retiró a lugares estratégicos, pero a la vez tiró a matar, segando la vida de varios trabajadores más. También a las 13, con el primer comunicado del III Cuerpo de Ejército, se inició una acción psicológica de los militares amenazando con la entrada a la ciudad si los manifestantes no se retiraban.
El alarido resultó inútil ante la decidida acción popular. Cincuenta manzanas del centro de Córdoba ya eran consideradas territorio libre de América y se encontraban en manos de los trabajadores y estudiantes, apareciendo las primeras barricadas en los barrios de Clínicas y Alto Alberdi. Algunos vehículos comenzaron a arder y en la Plaza Vélez Sarfield los manifestantes, sin armas, lograron derribar de sus cabalgaduras a los policías, quitándoles sus armas.
Mientras tanto, los obreros de Fiat formaban otra columna, logrando despejar el área de policías. No fueron pocos los uniformados que resolvieron abandonar sus armas en la calle y huir rápidamente ante el empuje del pueblo.
El diario cordobés Los Principios (31 de mayo de 1969) llegó a afirmar:
“Los periodistas extranjeros se asombran de la fuerza con que lucharon los obreros y estudiantes. Muchos de los hombres de prensa han estado en las más sangrientas escaramuzas que registran las últimas crónicas del mundo, pero no recuerdan una cosa similar…”.
Varios edificios de empresas extranjeras y de grandes capitalistas locales fueron incendiados, igual que el Ministerio de Obras Públicas y la sede de Xerox de capital norteamericano.
Luego de asaltar el Banco del Interior nadie tocó un solo peso y los manifestantes se dedicaron a destruir el dinero, símbolo del sistema. En todas partes se multiplicaron las asambleas populares en las que oradores de todas las tendencias expusieron sus puntos de vista.
En el barrio Güemes cientos de vecinos y estudiantes se reunieron frente al Casino de Suboficiales. Uno de los oradores, un joven estudiante, habló de “esos” represores y parásitos que viven del trabajo ajeno, mientras el barrio, muy pobre, pasaba hambre.
Muchos de los vecinos opinaron que había llegado la hora de darle su escarmiento a esos enemigos del pueblo y, espontáneamente, asaltaron el Casino. A esta altura ya no combatían solo los obreros y los estudiantes. También sectores de clase media se habían sumado para levantar barricadas, organizar la defensa de los barrios, repeler a la policia desde los balcones de los departamentos, etc.
A la violencia policial, que en todo momento tiró a matar causando numerosas bajas en las filas obreras, se respondió con la violencia del pueblo. Nadie se acobardó y todos fueron al frente.
Sobre la media tarde, cuando la policía se había replegado en completa derrota, aparecieron los militares.
Por distintas vías llegaron a la ciudad efectivos de la Escuela de Tropas Aerotransportadas y una columna de vehículos militares con tropas del Regimiento 14 de Infantería, que empleaban fusiles ametralladoras.
Los aviones de la Escuela de Aviación Militar comenzaron a sobrevolar la ciudad alrededor de las 17.30, efectuando vuelos rasantes para intimidar a la población. Con las armas quitadas a la policía el pueblo repelió al ejército y a la fuerza aérea. Las tropas se encontraban con grupos de obreros que lucharon con gran fervor y organización.
Lentamente y armados hasta los dientes, los militares fueron conquistando el control de la ciudad, haciendo frente a la resistencia popular, particularmente en el barrio de Clínicas, donde los tiroteos continuaron hasta la madrugada siguiente.
Al amanecer, en su avance con los tanques para eliminar los últimos focos resistentes, el ejército tropezó con barricadas y con mucha gente que, pese a la abrumadora desproporción de fuerzas, no quería rendirse. Y, también, con miles de personas que, lejos de estar escondidas en sus casas, se dedicaron a escupir e insultar a los represores.
La noche del 30 todavía seguía la resistencia en el barrio de Clínicas. Muchos estudiantes disparaban con hondas y armas de pequeño calibre. Alrededor de las 22, después de casi dos días de lucha ininterrumpida, culminó la ocupación.
A la madrugada el Consejo de Guerra dictó su primera condena: tres años de prisión al dirigente obrero Varela. Mientras tanto Agustín Tosco fue apresado en la sede de su gremio y, posteriormente, condenado a ocho años.
“Córdoba ha vivido ayer un día terrible, peor que el 17 de octubre”, diría al día siguiente La Prensa, el viejo diario oligárquico de los Paz, para añadir a renglón seguido: “Puede decirse que la Argentina no había sufrido hasta ahora una afrenta subversiva tan honda”.
En todo el país se multiplicaron las acciones y las luchas. El sistema entró en pánico y la revista Periscopio llegaría a afirmar lo siguiente:
“Desde el punto de vista político el hecho primordial es la aparición de una izquierda subversiva que ya lame los flancos del peronismo, un seguro del viejo régimen, inflamando la imaginación popular”.
Los tribunales militares constituídos después del Cordobazo siguieron juzgando y condenando a centenares de detenidos, pero las luchas fueron creciendo. Y se produjo la aparición de las organizaciones armadas populares —ERP, FAR, FAL, Montoneros, FAP, etc.—, que escribieron páginas inolvidables en la historia del campo popular.
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25 de mayo de 1810. 29 de mayo de 1969. Está claro que no estamos hablando de cosas del pasado. Estamos hablando de las luchas de hoy. Inclusive de las luchas que se vienen en la Argentina neoliberal-fascista de Mauricio Macri