La muerte de Federico Zalazar no ocurrió en un lugar de transparencias. El Centro Cerrado Virrey del Pino tiene vastos archivos de crueldades y oscuridad. Ha cobijado muertes silenciadas y torturas aterradoras. Un sitial en el que se dirimen pujas entre poderes institucionales que se terminan devorando las vidas de los pibes encerrados.
No es casual la frase que el domingo Federico le pronunció a su madre por teléfono: “la gorra está tumbeando”. ¿A quiénes se refería Federico con “la gorra”? ¿A los guardiacárceles del organismo de Niñez de la provincia? ¿A los guardiacárceles del Servicio Penitenciario Provincial introducidos paulatinamente desde 2014?
En los diccionarios carcelarios, tumbear se traduce como: “obligar a la visita a ingresar droga en un centro de detención para que los encargados de limpieza la vendan y los dividendos sean destinados a la fuerza de seguridad a cargo”. ¿Era eso a lo que se refería Federico en la llamada? ¿O simplemente hablaba de un clima enrarecido provocado por los cambios de detenidos de un pabellón a otro como se hizo en los días previos y que generó disputas internas?
Lo cierto es que hay elementos sustanciales en la vida interior de cárceles e institutos que nublan las conciencias, que abonan los comercios que enriquecen bolsillos institucionales, que provocan muertes violentas (¿qué muerte no lo es muros adentro?). Una abogada de larga historia en el universo tumbero decía a esta agencia: “el valor de la vida de un preso es infinitamente menor al valor de la vida de una persona fuera de la cárcel. No le importa a nadie”. Pero además remarcaba: “nada pasa dentro de un instituto o de una cárcel sin que los guardias, la policía o el servicio penitenciario lo sepan”.
Sin embargo, murió asesinado Federico, otro pibe fue herido, y nadie vio. Nadie oyó. Nadie olió la muerte que irrumpía. Hubo –seguramente- quiénes la saborearon como se saborea aquello que ocurre para nutrir la propia corona.
La Gremial de Abogados presentó tiempo atrás un hábeas corpus en el que recordó cómo en 2014, la Comisión Provincial por la Memoria denunció el convenio bajo el que el Servicio Penitenciario Bonaerense asumía “la seguridad perimetral e inició su definitiva intervención del lugar. En ese momento, se advirtió que el proceso de carcelización de estos espacios traería consecuencias gravosas y efectivamente, con el tiempo, hizo que los jóvenes allí alojados sufrieran el peso de la lógica carcelaria”.
En el informe del Comité contra la Tortura de 2017 se leía que en las requisas “los agentes del SPB les rompen las pertenencias durante el operativo (…) los obligan a desnudarse, hacer flexiones, abrir la boca y les pasan los dedos por las encías para verificar que no tengan objetos. Esto se realiza con la presencia de los asistentes de minoridad que no intervienen, sólo observan. Las mismas prácticas vejatorias son utilizadas sobre la familia de los jóvenes en los ingresos a la visita: los niños que visitan a los jóvenes son requisados incluso en sus pañales en caso de ser bebés”.
En el informe de 2016, un testimonio del Virrey del Pino decía: “Nos bañamos todos juntos para tener agua caliente, si no se acaba”. Y otro aportaba: “En la última sanción me llevaron a sanidad. En el trayecto me golpearon con puños en las costillas. También me pegaron en los genitales”.
En el informe 2015 se reconstruía, a partir de un hábeas corpus de 2014: “Las requisas se realizan por la noche e ingresa el personal penitenciario, el cual intimida a los jóvenes para buscar una posible reacción, obligándolos a quitarse la ropa interior”.
Y luego se relataba que “en el mes de mayo de 2014 se produjo una fuerte represión por parte de los agentes del SPB. Luego de la fuga de dos jóvenes y el intento de un tercero, agentes del SPB retuvieron a este último y lo ingresaron al módulo con golpes de puños y patadas; ante la violencia desatada sobre el mismo, los jóvenes que estaban en la ‘leonera’ comenzaron a romper acrílicos y lámparas para distraer la atención de los agentes”. Los integrantes del SPB reaccionaron “disparando balas de goma, desde las ventanas en un primer momento, para luego comenzar a ingresar entre 7 u 8 penitenciarios, disparando a las piernas de los jóvenes a menos de 2 metros de distancia”.
La vida de un preso no vale como tampoco vale la vida en los márgenes. Son los cuerpos que no importan. Que integran el largo sendero de los que deambulan por los túneles abiertos para la eliminación. Con una práctica de confinamiento calculada con la milimétrica frialdad de los detentadores del poder. Destinada a los cualquiera, a los nadies, a esas vidas expuestas desnudamente al poder supremo de los que determinan que hay cuerpos que serán convenientemente eliminados sin que una sola pluma, un solo átomo, una sola célula del sistema se vea afectado.
El instituto Virrey del Pino fue inaugurado en 2008 y clausurado diez días después tras dos suicidios y cuatro intentos. Lo reabrieron exactamente en las mismas condiciones dos años más tarde.
Ocho después, allí estaba detenido Federico Alejandro Zalazar, con sus 19 años. Era de los márgenes. Quizás fue pensando en alguien como él, en que alguna vez y hace décadas, Raúl González Tuñón escribió: Subiré al cielo, le pondré gatillo a la luna y desde arriba fusilaré al mundo, suavemente, para que esto cambie de una vez.