Pero nadie está exento de aquello que combate. Mientras haya Estado sin revolución, habrá privilegios. Y la mejor manera de ocultarlo es bajo el manto de neblina de una maraña de derechos. Los ecos de la asamblea del año XIII ya no son audibles. Y uno de los recursos privilegiados de este ocultamiento serial y trasgeneracional, es la nada ingenua confusión entre tenencia y ejercicio. La tenencia es algo abstracto. Una entelequia. Un viejo chiste, o a lo mejor solamente un chiste de viejo, decía que estadísticamente había 3 mujeres por cada hombre. A pesar de eso, el hombre estaba solo.
La tenencia es un a priori. O sea: a histórico. Es como el pecado original, que es siempre original aunque no haya pecado. Un derecho humano original y originario. Por la sola condición de ser humano. Donde el ser es más importante que la existencia. Se construye un andamiaje encubridor donde todo lo escrito es hermoso. Pero el problema es que nadie lo lee. Y si lo lee, no le da ninguna entidad. Ni condiciona ninguna conducta. Ni preventiva ni reparadora. A lo sumo, se habla de “daño colateral” (que últimamente es también frontal), costo social del ajuste y “programa de reducción de daños”. Hasta allí llega la cultura represora. No le pidan más porque entonces empiezan las distintas formas de la masacre. En una escala individual, grupal o poblacional. Incluso se arrasan los derechos humanos para defenderlos. Aunque no todos.
El derecho a la propiedad privada // robada, es sagrado de toda sacralidad. Un título de propiedad bien vale una misa. O varias. Por eso considero que a menos que querramos participar del carnaval siniestro de las comparsas de las distintas formas de retroprogresismo, fascismo de consorcio y otras pestes, hay que publicar, porque redactado ya está, la Declaración Universal de los Privilegios Humanos. Que consagra el imperio del mandato principal: no cuestionarla. Y que es indiferente a su consecuencia inmediata: un sujeto sin deseo.
Silvana Melo le escribe con belleza y precisión: “Nunca es cómoda la intimidad del poder político con el brazo represor del estado. Como el escorpión que, aun domesticado, fatalmente va a picar, la violencia institucional está en su naturaleza. La policía, la gendarmería, la prefectura y las fuerzas que el estado en su nacimiento preparó para la guerra, pueden ser cordiales y mimosas bajo el sol. Pero el puñal en la espalda social suele ser inexorable”.
Como esbozo de un trabajo que me excede, y al cual invito a colaborar, empiezo con los tres primeros artículos de la Declaración Universal de los Privilegios Humanos.
No todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, aunque eventualmente estén dotados de razón y conciencia, no deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
Algunas personas tienen todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, siempre con distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, siempre se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía.
No todos los individuos tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.
Si bien es ardua la tarea, creo que vale la pena pasar al nivel descubridor para, de una vez por todas, poner en superficie el fundante represor de esta cultura.