El arte social y el inconsciente colectivo

Estación Piquete (Homenaje a Darío y Maxi)

Puente reclama la estación piquete

humareda de caucho que desdibuja el sol.

Olor a hambruna. Dolor antiguo frío.

Una olla desborda guiso bronca.

Manos ajenas palmean hombros propios

en esa barricada hay certidumbre:

Retumba la palabra “Compañero”.

Irrumpe el arma con un gurca brazo

estampida ilusión despliega al viento.

Un cuerpo de mujer que cubre al hijo

y llora sólo el niño

en medio de una bala.

Ofrece la Estación un falso amparo.

Dos pibes, portadores de Esperanza,

Persisten resguardarla.

Pero, celada, no hay disparo vano:

Bien elegido, el blanco son los sueños.

Rodilla rota. Espalda, tiro artero.

En un vuelo levantan.

Resiste la caída.

Esa fuerza del odio eleva piernas

y la columna invierte

la dirección de sangre.

Los ojos bien abiertos, sonrisa desafío

enfrentan la mirada acero puro:

Lucero cinco picos, las pupilas.

“Samarikui”, susurra Pachamama.

Por cada dos que parten surgen miles:

No precisa de abrazo la Utopía

se muta, puño en alto, hacia los cielos.

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Lo llamaban Manuel

Es una mirada brillante. Un pullover agujereado sobre la piel. Un pantalón raído con botamanga. Zapatillas donde asoman dedos escamados. Arrastra un baldón de pintura, con agua mugrienta desde un brazo y agita un secador con la otra. Se acerca a los autos. Es difícil verlo desde las cabinas. Las ventanillas se cierran. Se queda suplicando. No lo notan.

Se llama Manuel, eso cree. “La banda del Flaco” lo encontró durmiendo en Constitución en un rincón del andén. A su lado, la bolsa de pegamento y un perro sarnoso. Calculan que tendrá unos nueve años. Edad justa para el ser un soldadito. A cambio de protección, debe distraer a los automovilistas mientras los mayores hacen lo suyo. El pibe no tiene pasta o es más chico que lo que se cree o está mal de la redonda… Se vuelve un trastorno. “El Rata” lo cotiza de un vistazo. Tiene poco valor en el mercado callejero. Es canjeado a “Los Tumbas” por unos canutos. “La Roca” lo ve y encuentra en esos ojos algo de su pasado.

Manuel aprende a teñirle el pelo, a revolver el lío de ropas y hallar el par de medias caladas. A armarle un porro, seguirla de cerca cuando aparece un cliente y vigilar el callejón hasta que sale. Empieza a jugar de primera. “La Roca” quiere ponerle un vestidito. Manuel se empecina en conservar lo puesto. Comienza por devorar las sobras del travesti. Más tarde, comparten alimento. Es la primera vez que Manuel se siente hijo de alguien y, como único documento, lleva tatuado en el brazo la insignia de “Los Tumbas”.

Dicen en la calle que es hijo de “La Roca”. Tan certero parece que, en la primera entrada policial, figura “Manuel La Roca, hijo de Roque Ballesteros y madre desconocida”. Dicen entre rejas que Manuel nació con estrellas en la frente, por eso es tan valiente a la hora de trabarse en las luchas pandilleras y que nadie puede verlo porque encandila. Dice el mito urbano que Manuel se multiplica en serie: Cuentan que se aparece en las terminales, los cementerios de autos, entre el campesinado, los piquetes… y de un soplido provoca una revuelta. Que muda de ropa y de idiomas. Pero siempre es Manuel, con su balde de agua y el secador. El día menos pensado, Manuel desaparece sin que nadie lo note.