La Noche de las Corbatas

El operativo se extendió entre el 6 y el 8 de julio de 1977, pero en las primeras 24 horas habían secuestrado a la mayoría. La Cueva es la vieja edificación subterránea que le daba vida al radar de la Base Militar Aérea, en la entrada de Mar del Plata. Después del golpe de marzo de 1976 dejó de ser un depósito de ratas para convertirse en un centro clandestino de detención bajo la órbita del Ejército.

El frío invernal choca con la humedad subterránea. En La Cueva las paredes, los torturadores y los torturados transpiran. Varios motores tratan de limpiar el aire, pero no dan abasto. Marta García está ahí desde el 23 de junio y conoce en carne propia el infierno desatado cuatro metros bajo tierra. Fue torturada, violada y escuchó el último grito de su marido, el abogado Jorge Candeloro.

Es la única que puede asegurar que los abogados estuvieron en La Cueva. Ella escuchó cuando los carceleros se llevaron a Arestín a la sala de torturas. Vio a Tomás Fresneda y a Mecha Argañaraz arrumbados en el pasillo que unía las celdas y le tocó asistir al doctor Centeno luego del primer interrogatorio. “Lo pusieron en una celda contigua a la mía. Se quejó durante toda la noche creo y los guardias le decían qué te pasa Centeno. Él les preguntaba quiénes eran y siempre le decían lo mismo: Montoneros”, relató García en su declaración realizada ante la Conadep, el 9 de abril de 1984.

A Hugo Alais lo reconoció primero por la voz, y cuando apenas pudo correrse la capucha, lo vio. Tenía una úlcera sangrante en una de las piernas y Marta tenía la orden de curarlo. No pudo, se desmayó antes de empezar.

Los prisioneros entraban a la antigua sala de máquinas sobre sus pies y los sacaban arrastrándolos. Cuando los torturadores se iban, los quejidos de dolor y las súplicas apenas interrumpían el silencio. Pero la noche del 6 de julio, los guardias estaban exultantes. Marta recuerda cada palabra con exactitud: “Esta es la noche de las corbatas, pero resulta que ahora los que administramos justicia somos nosotros”.

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En 1972 La Secretaría de Informaciones de Estado (SIDE) fue contundente en su apreciación sobre la Asociación Gremial de Abogados. Era “el aparato infraestructural de las distintas organizaciones armadas clandestinas (ERP, FAR, FAL y Montoneros)”.

La Gremial se forjó en 1971, al calor de la dictadura de Roberto Levingston. El agregado militar en Washington, devenido presidente en junio de 1970, debía apagar el fuego que habían generado el Cordobazo y el secuestro del ex presidente Pedro Eugenio Aramburu. La represión se extendió a los defensores de los presos políticos y trabajadores. El botón de muestra fue el secuestro de Néstor Martins, el 16 de diciembre de 1970. El abogado militaba en el PCR, era asesor de la CGT de los Argentinos y defendía a los militantes de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) detenidos en Taco Ralo.

La campaña de repudio por el secuestro de Martins y el reclamo de aparición con vida puso de manifiesto una tensión en las estructuras formales de representación de los letrados. Los colegios de abogados parecían no estar a la altura de las circunstancias de las cotidianidad de muchos de sus representados que arriesgaban el pellejo en el ejercicio de la profesión.

Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Mario Hernández y Roberto Sinigaglia fueron los impulsores de la Gremial en Buenos Aires. En 1972 la nueva asociación encontró eco en Mar del Plata. Ahí se nuclearon los representantes de los estudiantes heridos en la asamblea que terminó con la muerte de la estudiante Silvia Filler en manos de la Concentración Nacional Universitaria (CNU), Juan Méndez, Jorge Candeloro y José Luis Ventimiglia. Además se sumaron otros letrados de distintas vertientes políticas como Armando Fertita, del Partido Intransigente, y Miguel Zavala Rodríguez perteneciente a la tendencia revolucionaria del peronismo.

La primavera de la Gremial fue igual de corta que la primavera camporista. Con Perón en el poder, la Triple A en la calle y los asesinos de Silvia Filler sueltos, llegaron las primeras amenazas.

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—¡Marta, me secuestran!

El grito de Candeloro rompió la armonía de la tarde neuquina. Su mujer, con la pequeña Lorena en brazos, giró sobre sus pies para ver qué pasaba. Al menos cuatro hombres trataban de meter al abogado en un auto sin identificación. Eran las 5 de la tarde del 13 de junio de 1977.

—Policía Federal, señora. Diríjase a la repartición qué allí llevamos a su esposo.

El hombre volvió sobre sus palabras y se corrigió:

—Mejor, señora, acompáñenos por si necesitamos algún dato de su marido.

Marta y Jorge pasaron ocho días incomunicados en la seccional de la Policía Federal. Ella en una oficina en la que permaneció casi todo el tiempo sentada y él en un sótano. Allí supieron que su detención fue una orden del jefe del GADA 601 (Grupo de Artillería de Defensa Aérea), el coronel Alberto Pedro Barda. Con los ojos vendados y esposados los metieron en un avión. El 23 de junio descendieron a La Cueva.

Candeloro nació el 19 de septiembre de 1939 en Capital Federal, pero por el trabajo de su padre ferroviario, al poco tiempo la familia se instaló en Mar del Plata. La infancia de Jorge no conoció muchos amigos ni juegos en la vereda, distintos tratamientos por una alteración congénita lo obligaron al reposo prolongado. El bálsamo fueron los libros.

En la secundaria, en el Nacional de Comercio, participó del centro de estudiantes y tuvo un paso fugaz por la UCR cuando ingresó a la facultad de Derecho de La Plata, en 1958. En 1964, consustanciado con los derechos de los trabajadores y una activa militancia en el Partido Comunista, fue a verlo a Norberto Centeno para decirle que quería trabajar con él y aprender el oficio. El prestigioso abogado, una suerte de mito viviente del derecho laboral y del peronismo, le dijo que volviese cuando tuviera el título, y Jorge así lo hizo.

Maestro y aprendiz fueron una buena dupla. Trabajaban sin pausa en la representación de los gremios que tenían a su cargo. Correos y Telecomunicaciones, Pasteleros, Minas y Canteras y Gastronómicos eran algunos. En 1968 Candeloro participó de la creación del Partido Comunista Revolucionario (PCR) y con el crecimiento de la represión del onganiato sobre los trabajadores, se puso en evidencia las diferencias políticas entre los socios.

Cuando Jorge abandonó el estudio Centeno, la Dirección de Inteligencia de la Policía de la provincia de Buenos Aires (DIPBA) tenía a los dos abogados entre ceja y ceja. En un informe son mencionados por su “extracción izquierdista”. A Candeloro lo señalan como “comunista” y “principal figura del recalcitrante elemento marxista que controla el movimiento gremial con los otros abogados que se autotitulan peronistas, pero parecen volcados a la izquierda”.

En 1969 Marta y Jorge comenzaron a salir y en diciembre del 70 se casaron en Paraguay. Él cargaba con un matrimonio anterior y en la Argentina no había divorcio. El primero de julio de 1974 llegó Lorena, la primera hija, y para 1975 la situación en Mar del Plata era insostenible. En una sola noche la CNU había matado a cinco militantes de la tendencia revolucionaria y la cacería continuaba.

El lugar para el exilio interno fue Neuquén, y se instalaron a pesar de la oposición del partido. De a poco Jorge se fue acomodando hasta que pudo montar su estudio. En enero de 1976 buscaron un hermano para Lorena y llegó Juan Marco. Nunca dejaron de sentirse perseguidos y el Terrorismo de Estado no dejó de buscarlos.

Apenas llegó a la Cueva, a Marta le pusieron una capucha con el número 13 y le pegaron unas cuantas trompadas hasta que se desmayó. El modus operandi de los centros clandestinos de detención preveía interrogatorios bajo tortura; Marta y Jorge no fueron la excepción. Afuera, el papá de Jorge iba de aquí para allá para poder saber algo de su hijo y su nuera. El habeas corpus lo firmó Francisco Razona y lo presentó en el juzgado provincial Nº3, a cargo del juez Pedro Federico Cornelio Hooft.

El 28 de junio, en su celda, Marta escuchó un grito desesperado de Jorge, que estaba en la sala de torturas. En ese instante supo que se había muerto. Desde ese día, los carceleros le propinaron un trato menos duro e incluso le cambiaron la capucha negra por una blanca que significaba que no debía ser maltratada. Dos meses después fue llevada a la comisaría cuarta, el paso previo a la liberación definitiva. El 8 de diciembre fue puesta en libertad y comenzó a reconstruir su vida.

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Norberto Centeno se hizo peronista antes que abogado. Fue preso en cada una de las dictaduras a partir del golpe de 1955. Cuando se recibió, en 1956, todavía estaba preso en Sierra Chica, había logrado un permiso para que lo dejen salir a rendir los exámenes. Un año después lo liberaron y volvió a Mar del Plata junto a su mujer Hebe Broudiscou.

El 10 de diciembre de 1960, un tribunal militar lo juzgó y condenó en la Base Naval marplatense. El Plan Conintes (Conmoción Interna del Estado) lo encarceló de nuevo por peronista. Un derrotero de cárceles lo depositó en Ushuaia hasta el año 1963. En la ciudad fue ganando prestigio y fama. Por un lado, era reconocido por su defensa de los trabajadores y por el otro, los más conservadores, lo tildaban de zurdo. Algo impensado para quien conocía a Centeno, un justicialista ortodoxo. Llegó a concentrar el 80 por ciento del trabajo laboral en la ciudad.

Con el regreso de Perón se puso en marcha una nueva ley de trabajo que pudiera recuperar las conquistas sesgadas durante tantos años de dictaduras, y Centeno fue el ideólogo y redactor de la norma.

Con un espíritu justicialista que amplió los derechos de los trabajadores, el proyecto se plasmó en 316 artículos que ingresaron al Congreso el 21 de marzo de 1974. La Ley de Contrato de Trabajo, la 20.744, se sancionó seis meses después, el 11 de septiembre y hasta el día de hoy regula los derechos y obligaciones en el mundo del trabajo.

La Junta Militar, instaurada el 24 de marzo del ’76, no dudó en devolverle los beneficios a las patronales y quitarles derechos a los trabajadores. La Ley Centeno fue mutilada y modificada.

Cerca de las ocho de la noche, Centeno y Néstor Tomaghelli se hicieron una nueva escapada al bar Verona, donde al menos dos o tres veces al día se refugiaban de la rutina del estudio. Sentados en la mesa de siempre, el abogado y su histórico empleado, jamás imaginaron que ese sería su último café, juntos.

Después del último sorbo salieron a la calle. Eran casi las nueve y el frío marítimo se hacía sentir. Cruzaron la avenida Luro para tomar La Rioja y cuando reaccionaron ya era tarde. Una jauría de al menos seis hombres se le fue encima al grito de “Ejército Argentino”. El objetivo era Centeno, los hombres lo rodearon y a los empujones lo llevaron hasta la entrada de una obra en construcción.

Cuando Tomaghelli quiso intervenir, uno de los secuestradores le aplaudió los oídos y lo dejó atontado. Contra un árbol y con una pistola apoyada en la cabeza vio cómo su jefe era subido a una camioneta.

—Ahora vas a esperar media hora y después te vas a ir a tu casa vas a agarrar a tu familia y vas a pasar la noche en otro lado. Si no hacés caso Ester, Stella Marís, Dina y Luis van a aparecer flotando en el mar —le dijo una voz casi al oído.

Cuando la camioneta se fue a Tomaghelli lo metieron en un garaje, lo encapucharon y lo dejaron cumpliendo con las directivas. Apenas llegó a su casa llamó a la familia de Centeno para decirles lo que había ocurrido.

La familia ya estaba acostumbrada a ese tipo de noticias y no se inquietaron demasiado con una nueva detención. Por precaución, María Eva presentó un habeas corpus firmado por Cristina López Paz, la secretaria de Centeno recién recibida de abogada. En el escrito aclararon que los secuestradores también se habían llevado el Ford Falcon azul del abogado.

Los torturadores repitieron la saña contra Candeloro en el cuerpo de Centeno. Después de la primera sesión de torturas, el abogado quedó al borde de la muerte. Marta lo vio muy mal e incluso lo asistió. “Volvieron a torturarlo en esas condiciones: pensamos que no iba a soportar y así fue, lo asesinaron. Se llevaron el cuerpo arrastrándolo”, contó la sobreviviente.

Los militares dejaron el cadáver en el mismo lugar donde la CNU solía dejar a sus víctimas acribilladas, en el viejo camino a Miramar. Lo hallaron el 11 de julio y la muerte databa de entre 24 y 72 horas antes. El médico forense René Bailleau, 30 años después no sale de su asombro. Nunca vio ensañamiento semejante. “Es lo que tengo grabado, era una bolsa de huesos, porque era lo que parecía. Tenía múltiples fracturas traumáticas vitales, eso era realmente terrible”.

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Salvador Arestín nunca se llamó Manuel. El sobrenombre que subrayaba su descendencia gallega por momentos ganó terreno y muchos pensaban que era su nombre verdadero: Manuel Arestín. Nació en 1948 y llegó a Argentina cuando todavía era un bebé. Una familia de larga tradición de pescadores encontró su lugar en el mundo en el corazón del puerto.

Como una mueca del destino, Salvador pasó gran parte de su infancia y adolescencia con Eduardo Cincotta, su gran amigo que, algunos años después, militó en la CNU y estuvo involucrado en La Noche de las Corbatas.

Del colegio secundario pasó a la Facultad de Derecho sin vacilar y en poco tiempo explicitó su compromiso político y social. Se ganó el mote de Chino cuando militaba en el Grupo de Estudiantes Antimperialistas (GEA). Antes de recibirse, Salvador ya trabajaba en el Juzgado en lo Civil y Comercial Nº3.

En las protestas por el crimen de Silvia Filler conoció a otro referente del PCR, Hugo Alais. Los dos fueron señalados por la DIPBA como los agitadores más influyentes. Aquel episodio lo enfrentó con su amigo de toda la vida, el Negro Cincotta. Un año después fue uno de los abogados de la Gremial e inició su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).

Las peleas entre don Salvador y su hijo, estaban marcadas por la política. El viejo Arestín le repetía casi siempre lo mismo: que no antepusiera la militancia a la familia y que siempre preservara la vida. Un buen día Salvador decidió hacerle caso. Dejó la militancia y se abocó a los libros, a terminar la Facultad.

En 1976, el matrimonio de Salvador y Mónica ya contaba con dos herederos: Leandro y la pequeña Adriana. Arestín se asoció a Alberto Cángaro y Pablo Coppola. Pusieron el estudio en la esquina de Guido y 9 de Julio; Cristina Calvo fue la secretaria. Cada uno tenía su oficina y se repartían las tareas.

La cacería de Arestín debía ser simple. Entre las 8 y 9 de la noche del 6 de julio, unos seis hombres tomaron la oficina de cada uno de los socios. Les apuntaron y los mantuvieron dentro de sus despachos. Los represores no esperaban la resistencia de Arestín. Los únicos gritos vinieron de su oficina. “Muchachos qué me hacen”, renegaba el abogado mientras los captores intentaban reducirlo. Un culatazo en la cabeza lo dejó fuera de combate.

En el baño, los gritos de Salvador se convirtieron en pedidos de clemencia. “No me peguen más, estoy mareado”. Después salió con una capucha en la cabeza y sin que nadie se metiera en el medio, los secuestradores lo sacaron a la calle. Nadie pudo ver hacia dónde salieron los autos, pero en pocos minutos llegaron a La Cueva.

Pilar y su mamá no dejaron puerta sin golpear para poder encontrar a Salvador: Colegio de Abogados, Ministerio del Interior, embajada española, justicia federal y provincial, pero nada parecía alcanzar. El único momento de esperanza lo trajo el cura Gregorio Feliciano Espeche de la Orden de los Capuchinos de Mar del Plata. A través de una carta, le dijo a Pilar que su hermano estaba alojado en el Penal de Sierra Chica. No era cierto, no hay un solo dato que comprobara que Salvador hubiese estado en esa cárcel.

En La Cueva, Marta y Salvador pudieron verse a la cara sin capuchas. “Se quejaba de la sangre que le salía del corte que le habían hecho en la cabeza y los carceleros lo agarraban y le decían que lo llevaban al médico, pero lo metían en la sala de máquinas. Se escuchaban los gritos de la tortura”, relató la mujer de Candeloro ante la Conadep.

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Entre Raúl y Hugo, se quedó con el segundo nombre. Así lo conocieron todos: Hugo Alais. Nació en el barrio de Devoto y algunos problemas en la vista lo privaron de una niñez de acción. Se alimentó con lectura y escritura. La primaria la terminó en la Escuela Nº6 de Mar del Plata y la secundaria comenzó en el Normal 2. Militó en la “Fede” —Federación Juvenil Comunista— y ahí desplegó toda su formación y convicciones políticas. El arte estaba en la familia materna, su tío era el poeta y letrista Alfredo Le Pera. Hubo cuentos, poesías y una obra de teatro que llevaron la firma de Hugo Alais.

Con la abogacía fue y vino. Empezó en 1968 en la Universidad Católica, pero después se pasó a Sociología en la Provincial. Dejó la “Fede” y entró en el PRT. Cuando hubo que elegir, desechó la lucha armada y se quedó con la fracción liderada por Nahuel Moreno que proponía la vía insurreccional.

Militante de izquierda y con una formación intelectual destacada, la CNU lo puso en un lugar de privilegio en la lista de enemigos. Los hombres pesados de la agrupación peronista lo hostigaban sin piedad, pero Hugo no se dejaba amedrentar y eso ponía más locos a los perros de caza.

Cuando asesinaron a la estudiante Silvia Filler, Alais ya había abandonado el PRT, era el máximo referente de la Federación de Agrupaciones Universitarias de Izquierda (FAUDI) y militaba con Candeloro en el PCR.

La CNU decidió pasar de las palabras a los hechos y un día que Alais iba en bicicleta le tiraron un auto encima. El atentado ayudó a Hugo a tomar la decisión de irse a La Plata a terminar la carrera. Se instaló en la ciudad de las diagonales junto a su mujer Susana y se abstrajo de la vida pública. Como en su niñez, estudió y estudió hasta conseguir el título de abogado. En 1974 nació Gaby, su primera hija, y al año siguiente, Eleonora.

El primer cimbronazo llegó en octubre de 1975. Un grupo de la Marina fue a buscar a Hugo a la casa paterna. Al día siguiente se presentó en la Base Naval y quedó detenido por dos días. Fue torturado e interrogado acerca de su actividad política.

A fines del ‘76 volvió a Mar del Plata. Con Candeloro y Centeno crearon el convenio de trabajo 161 para los fileteros del puerto. Para darle el gusto a don Raúl ingresó a trabajar en el estudio de Camilo Ricci, el abogado del Colegio de Martilleros y Corredores Públicos.

Gaby y Eleonora lloraron durante horas, desde que la patota ingresó a su casa. Los encapuchados agarraron a Susana de los pelos y le preguntaron por Hugo. “No está, todavía no llegó”, alcanzó a decir la mujer. Los abuelos paternos que vivían en la casa de abajo fueron autorizados a llevarse a las nenas y los encapuchados se quedaron con Susana por más de una hora. Revisaron todo, tomaron whisky y escucharon la radio. Luego se marcharon.

Al mismo tiempo, otro grupo de tareas ingresaba al estudio de Camilo Ricci, en la planta baja de Falucho 2026. A los gritos tomaron el lugar. Un empelado y varios clientes fueron testigos del secuestro. Ricci y Alais fueron tirados al piso boca abajo. Les ataron las manos con alambre en la espalda y les taparon la cabeza con una bolsa. Camilo fue puesto en el asiento de atrás de un Ford Falcon y Hugo fue encerrado en el baúl.

Los dos abogados fueron a la Base Aérea militar. Ricci no estuvo en La Cueva y Alais nunca volvió de ahí. El primero pasó su estadía en el casino de oficiales, ahí donde estaban los detenidos con tratamiento preferencial: sin torturas y bien alimentados. Fue liberado a las 24 horas por gestión del juez Pedro Federico Hooft.

Durante su cautiverio Alais estuvo dentro de una celda y no le permitieron tener contacto con nadie. Se quejaba de que no podía respirar porque sufría una severa sinusitis. A los guardias le molestaba mucho eso y lo golpeaban e insultaban.

El hermano de Ricci llevó la mala nueva a la familia Alais. Don Raúl hizo hasta lo indecible por volver a ver a su hijo, pero lo primero fue presentar un habeas corpus patrocinado por un defensor oficial. A los seis días fue rechazado sin costas por la falta de resultados en la búsqueda.

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Mecha se metía de lleno en la discusión sobre la lucha armada y Tomás ya sabía que no era una opción. Se habían conocido en Córdoba cuando todo estaba por explotar. María de las Mercedes Argañaraz era cuatro años menor que él y al igual que sus cuatro hermanos militaba en el PRT cordobés.

Tomás era hijo único. Cuando terminó la colimba en el sur tuvo un paso fugaz por su Mar del Plata natal y siguió a Córdoba para estudiar Derecho. Con Mecha se conocieron en una reunión y salieron en secreto durante un tiempo. La mamá de ella no quería saber nada con Tomás.

Participaron del Cordobazo con entusiasmo, pero antes que terminara el año Tomás tuvo que regresar a Mar del Plata porque se había agravado el cuadro de Alzheimer de Rosa, su mamá. Mecha se quedó en Córdoba, pero no aguantó mucho y al poco tiempo estaba con sus valijas en la casa de los Fresneda. Se enganchó en el PRT-ERP local y con Tomás fueron parte de los actos de repudios por el crimen de la estudiante Filler.

Tomás se volcó a la herrería para costear los estudios y la vida familiar. Se puso un taller pequeño en el fondo de la casa de la calle 11 de Septiembre al 4400 y comenzó a proveer de piezas a Casa Ferrone, una de las casas de decoración más distinguidas de la ciudad.

Gustavo Ducoms trabajó en el taller de Tomás y militó junto a Mecha en el ERP. Su testimonio de esa época quedó plasmado en el libro “La Noche de las Corbatas. Cuando la dictadura silenció a los abogados de los trabajadores”, de los periodistas Felipe Celesia y Pablo Waisberg. “Tomás no compartía la necesidad de la lucha armada porque decía que no era el camino, que había que empezar desde las bases hasta llegar a algo masivo. Esa era la posición de él y nos abrió mucho la cabeza. Él era el único que tenía capacidad intelectual y conocimiento sobre marxismo y leninismo, el único al que se le daba por una discusión de ese tipo”, recordó el amigo de la pareja.

Tomás no tuvo militancia orgánica. No coincidía con la postura del PRT ERP y tampoco se sentía cercano a la JUP, pero nunca esquivó una discusión y siempre colaboró con las distintas organizaciones con su mirada sobre la realidad política.

Con el primer hijo, en 1973, llegó la crisis. Tomás no quería que Mecha siguiera militando. Tenía miedo por la vida del pequeño Ramiro.

Mecha era blanco de los servicios de inteligencia de la Policía. Siguieron con detalle su viaje a Chaco al V Congreso del Frente Antimperialista y por el Socialismo. Allí decidió pasar al Partido Intransigente, una forma de blanquearse, y de reconciliarse con Tomás. En febrero del 1975 nació Martín.

Tomás se asoció con Carlos Bozzi, ex presidente del centro de estudiantes de Derecho en la Católica. Al estudio ubicado en Independencia 2463 enseguida llegó el trabajo. El Sindicato de la Industria de Aguas y Gaseosas y Afines (Sutiaga) y el de empleados de gomerías, fueron las primeras representaciones de los nóveles abogados laboralistas. Las oficinas de los abogados habían sido montadas en el departamento de Rosa, la mamá de Tomás, que vivía en la parte trasera.

Con el Golpe del ’76, Mecha imaginó tiempos muy duros y quiso irse de Mar del Plata, pero Tomás prefirió que la familia se quedara en la ciudad y en el departamento nuevo en el complejo de edificios del barrio Centenario que habían adquirido gracias a un crédito.

Cuando Fresneda supo que Salvador Arestín había sido secuestrado, intuyó que el próximo sería él. El 8 de julio hacía mucho frío y caía una lluvia finita. Tomás recibió un llamado del abogado Osvaldo Mairal, un hombre vinculado a la CNU y con contactos en los grupos de tareas de la dictadura. El colega le confirmó su intuición.

Tomás salió rumbo al estudio de Mairal para ver si podía evitar que lo secuestraran, pero pese al pedido no hubo caso. Cuando regresó al estudio, cerca de las nueve de la noche, la patota lo esperaba adentro.

—Soy Tomás Fresneda, ustedes me buscan a mi —dijo antes de entrar.

Los secuestradores salieron al cruce. Bozzi y Alberto Pichi Bolgeri —un amigo de Fresneda— estaban tirados en el piso boca abajo y vigilados por hombres armados. Tomás no los vio porque no le permitieron entrar al departamento, se lo llevaron hasta la casa a buscar a Mecha y luego volvieron. Ramiro de cuatro años y Martín de dos, quedaron al resguardo de la abuela Rosa. Pichi permaneció en el suelo hasta asegurarse que la patota se había ido. Carlos, Tomás y Mecha fueron subidos en una camioneta y llevados a La Cueva.

Tomás le pedía a los carceleros por Mecha. Les rogaba que la tratasen bien porque estaba embarazada. Pero según el relato de Marta García, los torturadores no le evitaron el tratamiento que recibía cualquier detenido. Mecha fue torturada sin piedad.

Fresneda pasó por el mismo calvario y quedó muy afectado psicológicamente. Tenía alucinaciones y se quitaba la capucha delante de los guardias. A raíz de eso sufría severas palizas. Bozzi permaneció pocas horas con Tomás. Muchos años después declaró que en un momento, su socio le dijo que se quedara tranquilo que iba a salir y no lo vio más.

La liberación de Bozzi fue guionada para desorientarlo y convencerlo de que había sido secuestrado por Montoneros y no por las Fuerzas Armadas. Fue subido al baúl de un Ford Falcon y todo estaba dado para que creyera que sería rescatado por el Ejército en medio de un enfrentamiento. En el camino que une Santa Clara del Mar con la Ruta 2, el auto paró de manera brusca y se escucharon varios disparos.

Cuando Bozzi logró salir del auto estaba rodeado por colimbas. Le dijeron que las tres personas que lo llevaban cautivo eran miembros de Montoneros y que habían sido abatidos. Oscar Gastiarena, en ese entonces jefe de redacción del diario La Capital, estuvo en el lugar y reprodujo con exactitud la versión oficial de los hechos. Pero lo que atemorizó a Bozzi fue la presencia de Eduardo Cincotta, el viejo amigo de Arestín y parte del grupo de la CNU que con el golpe de Estado pasaron a formar parte del aparato de Inteligencia de la represión.

Con el tiempo la mentira del Ejército quedó al descubierto para casi todo el mundo. Los tres jóvenes asesinados no eran militantes en fuga. Eran tres estudiantes que habían sido detenidos en La Plata y alojados en La Cacha. El Ford Falcon era el azul robado a Centeno el día de su secuestro.

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Lynette saltó de la silla por instinto filial. Con su delgadez intentó cubrir a su padre de los flashes y los insultos. Eran las cuatro de la tarde del viernes 17 de noviembre de 2006 y el tercer día de la «6º Jornada Nacional de Filosofía y Ciencias Políticas». La agrupación HIJOS Mar del Plata escrachaba por primera vez al juez Pedro Federico Cornelio Hooft, acusado de incumplimiento de los deberes de funcionario público y partícipe necesario de las muertes y desapariciones de los abogados laboralistas.

Sólo los familiares y los más íntimos ensayaron una defensa. El escritor Carlos Balmaceda, esposo de Lynette y yerno del juez, comenzó a increpar al grupo que había interrumpido la exposición de Hooft en el séptimo piso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Los acusó de patoteros y hasta se animó a decir que estaban armados. Su bravuconada pasó desapercibida. La acción de HIJOS fue un éxito. A los pocos días, el juez renunció a su cátedra en la Facultad de Derecho.

Hooft fue el mejor de su promoción. En 1966 se recibió de abogado con medalla de oro en la Universidad Católica. En 1975 el rector, el sacerdote Norberto Sorrentino, lo propuso como Decano de Derecho y su nombramiento fue aceptado. Con el golpe de Estado de marzo del ’76 pasó de fiscal de primera instancia en lo civil, comercial y penal a juez provincial.

Marta García rememora aquella escena una y otra vez. Nunca olvida detalle. La comisaría cuarta se alborota porque llega el juez de turno a requisar las celdas. Hay un sector de presos comunes y otro, a disposición de las Fuerzas Armadas. “Juez Hooft… juez Hooft”, gritan algunos detenidos y Marta se pone alerta, se acerca a la puerta del calabozo. Escucha dos pares de pasos: el comisario y el juez.

Hooft se para en cada puerta y pregunta: “quién está acá”. La rutina siempre es la misma, se abre el calabozo, el juez echa una mirada y sigue a la otra celda. La puerta de Marta nunca se abre. Va a pasar un tiempo en la comisaría y luego la libertad. Ese día Marta toma coraje y se asoma por la mirilla. Lo ve al comisario Marcelino Blaustein y al juez. “Doctor Hooft soy la señora de Candeloro”. No hay respuesta, el par de pasos se aleja.

El habeas corpus por Jorge y Marta ante el juez Hooft corrió la misma suerte que el de los otros abogados secuestrados entre el 6 y 8 de julio de 1977: fueron rechazados sin ninguna intervención. La versión oficial del Ejército de septiembre de 1977 y firmada por el coronel Alberto Pedro Barda, jefe de la Subzona Militar 15, aseguraba que “mientras se realizaba un operativo contra la banda de subversivos PRT-ERP, el 28 de junio de 1977 fue abatido el DS Roberto Jorge Candeloro (a) José (a) Manolo, en circunstancias que aprovechando un desperfecto del vehículo que lo conducía y la oscuridad reinante trató de huir sin respetar las voces de alto”.

Hooft no requirió el cadáver, no pidió saber el lugar de inhumación de los restos ni la autopsia. Tampoco avisó a la familia de lo ocurrido y mucho menos se preocupó por la demora con la que las autoridades militares informaron del caso. El certificado de defunción es del 28 de junio de 1977 y la comunicación del Ejército llegó en septiembre. “Candeloro es un desaparecido porque Hooft así lo quiso”, dirá el abogado Cesar Sivo en uno de sus tantos alegatos en representación de Marta.

El caso Candeloro es la columna vertebral de la denuncia contra Hooft presentada en marzo de 2006 por el entonces secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde. “Algunas veces por acción, otras por omisión y otras por omisión impropia, el acusado prestó a los autores materiales de los delitos particulares que se cometieron en aquella época, incluidos dentro de la categoría de ‘crímenes de lesa humanidad’, un auxilio o cooperación institucional sin los cuales no habrían podido cometerse, o al menos no con la impunidad que se ejecutaron”, describe la denuncia.

Ricci estuvo secuestrado 24 horas. No fue interrogado y mucho menos torturado. Según la denuncia, la liberación fue por gestión de Hooft. El juez nunca llamó a declarar al abogado y tampoco preguntó a las autoridades militares por Alais, que había sido secuestrado junto a Ricci. Algo similar ocurrió en el caso de Tomás Fresneda y su mujer. El matrimonio fue capturado junto con Carlos Bozzi. El 19 de julio, Bozzi fue liberado en medio de un rescate fraguado. Hooft nunca le preguntó dónde había estado y qué sabía del matrimonio Fresneda.

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Felipe Celesia y Pablo Waisberg estiman que la causa del secuestro de los abogados laboralistas está vinculada a los planes económicos de la dictadura, pero que a su vez encierra otras motivaciones: ideológicas, políticas, económicas y personales. Después de casi dos años de entrevistas, archivos periodísticos y expedientes judiciales concluyen que “en los primeros meses de la dictadura se hacen cuatro cosas en la economía: se modifica la Ley de Contrato de Trabajo, se saca la Ley de Entidades Financieras, se deroga y se impone una nueva Ley de Inversiones Extranjeras y se toma crédito con el Fondo Monetario. Una de las patas sobre las que golpea la dictadura, y que modifica la estructura económica de la Argentina, es la Ley del Contrato de Trabajo, que se hacía efectiva con el rol de los abogados laboralistas. Muchos de esos abogados, que defendían con uñas y dientes el derecho de los trabajadores, fueron castigados durante la Noche de las Corbatas”.

En su relato ante la Conadep, García recordó que cuando fue trasladada a la comisaría cuarta, en La Cueva quedaban Mecha, con el embarazo que ya rondaba el séptimo mes, Tomás, Arestín y Alais. Los cuatro permanecen desaparecidos.

Por los crímenes ocurridos durante la Noche de las Corbatas fueron juzgados y condenados un grupo de militares pertenecientes al Ejército y a la Fuerza Aérea. Gregorio Rafael Molina, alias Charly, fue uno de los jefes de La Cueva y por relatos coincidentes se cree que participó en casi todos los operativos producidos entre 6 y 8 de julio del ’77. En junio de 2010 fue condenado a prisión perpetua. Se trata del primer fallo en Argentina que fija los delitos sexuales como un crimen de lesa humanidad en el marco del terrorismo de Estado.

Camilo Ricci nunca quiso entrevistarse con la familia de Alais. Siete años después del secuestro se encontró de casualidad con Susana y le pidió disculpas diciéndole que había sido amenazado para que no se acercara a ellos.

Marta se quedó en Mar del Plata y llevó su caso a todos los tribunales que solicitaron su testimonio. Sigue adelante con sus dos hijos y espera poder saber cuál fue el destino final de Jorge.

Ramiro y Martín Fresneda fueron criados por la familia materna entre Córdoba y Catamarca. Los dos se volcaron a la política. Ramiro fue legislador y Martín llegó a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Ambos buscan a su hermana o hermano que pudo nacer en cautiverio.

Carlos Bozzi regresó de su exilio interno y volvió al Derecho. Hoy representa a las víctimas de la dictadura que reclaman un subsidio del Estado y ejerció como querellante en una de las tantas causas por los crímenes ocurridos en el centro clandestino que funcionó en la Base Naval local.

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Hooft se presentó incólume a casi todas las audiencias del juicio político. La defensa, a cargo de los abogados Héctor Granillo Fernández y Federico Hooft (h), repitió la misma estrategia: toda la causa es un complot de un sector de la justicia marplatense que quiere destruir al juez.

“Es él”, dijo Marta García cuando el defensor le preguntó si veía al acusado en la sala. Desde ese momento no le sacó la mirada de encima. La declaración se extendió por más de cinco horas. A partir de ese día, Hooft no volvió a las audiencias.

Sólo Lucía Portos y Luciano Martini del Frente para la Victoria, consideraron que el juez era culpable de las acusaciones recibidas y que debía ser destituido. El resto siguió los pasos del ministro de la Corte Juan Carlos Hitters. “Estoy convencido que el Dr. Hooft cometió ciertos déficits en el ámbito de su actuación judicial en el pasado aquí ventilado. Pero sucede que pese a discrepar con algunas conductas por él realizadas, no encuentro suficientes elementos para decir que su accionar haya caído en los límites de los delitos de lesa humanidad o contra la humanidad que se le imputan”, argumentó.

Hooft volvió a su cargo en el Juzgado Nº 4 de Mar del Plata. Desde allí resiste a los llamados a indagatoria del juez federal Martín Bava que lleva adelante la causa penal por su actuación en la Noche de las Corbatas. Desde que se abrió la investigación fue citado en seis oportunidades. Nunca se presentó.