(Por Federico Ramallo/APL) Tras el estallido en la cárcel de Villa Devoto que dejó a la vista la difícil situación que se vive en los penales argentinos en medio del avance del coronavirus, estalló también el debate que pone al desnudo la utilización política del encarcelamiento como medio para el control de la población. Desde distintos medios de comunicación se ha instalado en nuestra sociedad el temor sobre el peligro que entraña el otorgamiento de prisiones domiciliarias a delincuentes «comunes». Las distintas opiniones vertidas, giran esencialmente en torno a la idea de que las morigeraciones de las penas no pueden ser utilizadas políticamente para dar libertades, lo que supondría un peligro inminente con afectación a la propiedad privada. Por su parte los reclusos privados históricamente de todo, y de todo derecho, encuentran en esta nueva situación de emergencia sanitaria la posibilidad de la negación última, la de la propia vida, en una institución -con características ya de por sí deletereas- en la que el distanciamiento social entre otras prácticas de profilaxis contra el contagio de covid-19 no son ni remotamente posibles.
El debate sobre qué hacer con un sistema penitenciario colapsado precede a la pandemia, sin embargo pocos son los acuerdos que se han logrado en las últimas décadas al respecto. Y hoy, a la vera de la crisis producida por el coronavirus, los acuerdos parecen estar más lejos que nunca, por el contrario la preocupación por la posible liberación masiva de quienes hoy están en prisión – preocupación fogoneada mediáticamente – fortaleció lo peor.
Hoy como ayer, las luchas sociales y políticas cubren el escenario y evidencian proyectos antagónicos que promueven el disgusto o ganan simpatías según a qué extremo de los intereses nos encontremos afectados. Este escenario asegura la posibilidad de confrontación entre diversas corrientes, lo que implica necesariamente reconocer la existencia de diversas interpretaciones sobre un mismo tema, las que a su vez, responden a distintas ideologías con predominio de lo que damos en llamar ideologías dominantes, refrendadas éstas últimas, por los medios masivos de comunicación.
Por ende, no hay una historia neutra, así como tampoco existe el periodismo objetivo. La historia de nuestro país, pero también los hechos recientes, se nos presentan diariamente desde la óptica del bloque social dominante, como un relato aséptico, desvinculado del pasado en sus efectos y causas.
Así, con el relato a su favor, la clase dominante no sólo legítima su pasado, presentándose en cualquier época y situación como una suma de virtudes, adjudicándole los horrores a sus antagónicos, -la clase desposeída y marginal- sino que se consolida políticamente y apuesta a perpetuarse en el futuro al someter a su concepción al resto de la sociedad, especialmente a los sectores más ligados a la cultura, es decir a la clase media.
De esta manera, la exaltación con la que hoy por hoy se pretende instalar la idea de peligro, encuentra su justificación en que el otorgamiento de libertades morigeradas -como medio de descompresión de las cárceles- entraña la ruptura del actual orden social, y toma cuerpo a través de las usinas mediáticas que actúan como vectores ideológicos consolidando las ideas que defiende el encarcelamiento como medio necesario para la conservación del actual orden y estratificación de la sociedad Argentina.
Mediante el control de la información en sus diversos niveles -los grandes diarios y revistas, medios de comunicación en general y otras formas de creación de prestigio- la clase dominante organizó una superestructura cultural para imponer sus ideas, entre otras, las relativas al control social.
La prisión, por caso, es un medio para el control social. La prisión no sólo controla hacía adentro manteniendo cautivos los cuerpos que materializan el peligro para el orden social imperante, sino que también ejerce presión hacia lo externo; en la sociedad misma –dentro de lo que es la prevención general– con ello se pretende tomar control de las conductas sociales toda vez que la prisión representa una amenaza para cualquier individuo que no pueda o no quiera encauzar su conducta dentro de los parámetros exigidos por el establishment. Es el resultado del desarrollo del poder disciplinario desde donde la élite de la sociedad domina y controla el resto del conglomerado social a través del castigo y las prisiones, institución donde se expande la práctica del poder que tiene su origen en los sectores minoritarios con acceso a los medios materiales para imponer este específico tipo de orden social, al que naturalmente las clases dominantes no desean renunciar y defienden tenazmente.
El derecho a castigar se justifica, lógicamente, a partir de estas premisas. Puesto que la colectividad es necesaria para la vida del hombre y dentro de esta lo es más importante aún la propiedad privada, es preciso preservarla de todo ataque y para ello están los castigos, que han de dirigirse hacia los que no las respeten. La pena, con el encarcelamiento como consecuencia palmaria es un instrumento para mantener el funcionamiento y los derechos de las clases privilegiadas, que encuentran en esta herramienta una formidable eficiencia, y por ello ante la amenaza de ver disminuido su poder de coerción con liberaciones que no cumplen el «debido proceso» (la extinción de la pena o del individuo encarcelado) hacen uso de todo sus instrumentos mediáticos para condenar pública, política y económicamente si fuera necesario a todo aquel que se atreva a frenar los engranajes de esta implacable maquinaria de sometimiento y exterminio social.
Es llamativo que en tiempos como los que estamos viviendo en nuestro país, ante graves dificultades en materia de economía y de aumento de la emergencia sanitaria a nivel mundial, el clamor de la ciudadanía curiosamente vaya «dirigido» a cuestiones relativas al cumplimiento de las penas y la creación de nuevos tipos penales, y no en torno a la vigencia de los derechos fundamentales de toda persona, de ellos mismos. Todo lo cual nos lleva a interrogarnos sobre el fenómeno casuístico sobre el que pivotan la necesidad de debatir el encarcelamiento del otro -posponiendo debates con afectación en intereses propios-, y la naturaleza ontológica de las preocupaciones que gran parte de la sociedad proyecta en la persona del condenado mediante una genérica responsabilidad de desaciertos y frustraciones, de culpas y remordimientos, tan inasible para la primera como no atribuibles al segundo.
En parte, ésta situación se explica cuando el ciudadano mediatizado se ve emplazado en el vértice de un haz de supuestas y primordiales causas de insatisfacción social en el que el rostro del que comete un acto ilícito va perdiendo en el espejo de parte de la sociedad, sus caracteres de persona humana, hasta el punto de serle desconocidos irreparablemente, adquiriendo en cambio la forma de sus frustraciones y peligros.
La relevancia de estos aspectos cobra todavía más valor cuando advertimos la infodemia a la que somos sometidos diariamente, que confluye en una sobreabundancia de piezas y contenidos de desinformación, falsos y de rápida propagación que desvía la atención de los factores que evidencian la crisis social capitalista en el que la prisión emerge como un signo innegable del fracaso de este particular orden socioeconómico.
Por último, analizar la libertad de aquellos que no hayan cumplido la totalidad de su condena, exigen ir más allá del discurso mediáticamente reiterado que tiene a las prisiones domiciliarias o cualquier tipo de morigeración de la pena como objeto de peligro, ponderando ante todo que la prioridad es evitar nuevas víctimas prevención de la saturación del sistema sanitario que sin duda afectaría en forma muy negativa al conjunto de la sociedad toda.
Este es un desafío que sin dudas debe abordarse de manera armónica con el derecho a la seguridad y a la justicia tanto para los ciudadanos libres como para los que están detenidos, y sobre todo teniendo como premisa que la desinformación no solo amenaza nuestra visión del funcionamiento de nuestro mundo, nos hace vulnerables al miedo, al malentendido y la duda, pero sobre todo víctimas del enceguecimiento funcional a las clases privilegiadas, cosas todas ellas que deforman y enferman el tejido social llevando a buenas personas a cometer terribles atrocidades contra otros – como los linchamientos ocurridos días atrás en distintos puntos del país- o incluso contra sí mismas.
Sin un esfuerzo concertado y organizado por neutralizar las mentiras producidas en masa, el futuro ciertamente será frío y sombrío.