(Por Cecilia Rodrigues/APL) La noticia de la muerte de Cristina Vázquez saltó a los titulares de la prensa misionera, el pasado miércoles, minutos después de haber sido encontrado su cuerpo por su familia y la policía en su domicilio en barrio El Palomar de Posadas. Inmediatamente la policía y la prensa hablaron de suicidio, una forma de soslayar la inmensa responsabilidad del Estado en el trágico desenlace de quien se convirtiera en un símbolo de la arbitrariedad de la Justicia misionera. Cristina Vázquez tenía 38 años, de los cuales casi veinte los pasó sujeta a las arbitrariedades de la justicia misionera que la imputó, en 2001, por el asesinato de la anciana Ersélides Dávalos. Luego de pasar más de 11 años detenida, el pasado 26 de diciembre la Corte Suprema de Justicia de la Nación la absolvió junto a su compañera de causa, Lucía Cecilia Rojas, a través de una sentencia que pone en evidencia la arbitrariedad y la peligrosidad del poder judicial misionero, que las había condenado a prisión perpetua junto a Ricardo Omar Jara sin ninguna prueba que los vincule al hecho imputado.
Cristina fue puesta en libertad el 27 de diciembre de 2019 y regresó a la casa familiar. Se quedó viviendo junto a sus padres, pero su preocupación desde el primer momento fue la de conseguir trabajo y poder buscar otro lugar para vivir. Había formado pareja y se había casado en la cárcel con una compañera de prisión, quien fue liberada meses después.
Al poco tiempo, Cristina comenzó a trabajar para Cáritas, a través de un vínculo que había formado en la cárcel con su titular, el padre Alberto Barros. Con él, concurrió a una cita con el gobernador Herrera Ahuad.
En esa entrevista el gobernador le habría pedido que no le haga juicio al Estado por los años que estuvo presa indebidamente. Como limosna, le dieron un contrato precario de trabajo con la provincia, con el cual trabajaba en Cáritas.
Cristina agradeció públicamente al gobernador por haberle dado el contrato en un programa emitido en una radio del Obispado de Posadas, y el padre Barros lo mostró como un gesto de reparación del Estado hacia Cristina.
Sin embargo, poco después Cristina habría comenzado a reconsiderar la posibilidad de plantear demanda contra el Estado misionero y habría contratado a un abogado.
Personas que habían tenido relación con ella desde cuando estaba en prisión relatan que había empezado a plantear que ya no quería seguir trabajando en Cáritas, donde se le cuestionaba su matrimonio con su ex compañera de prisión. Uno de ellos es Ismael Décima, de la Red de Familiares de Víctimas de la Tortura y miembro de la Campaña Contra la Violencia Institucional, quien duda de la versión de suicidio y relató en el marco de la realización en Posadas de la Marcha Nacional contra el gatillo Fácil:
“Una cosa que me dijo es ¨Ismael, yo no quiero estar más en Cáritas, porque me apretan mucho¨. ¿Y saben por qué la apretaban? Porque ella estando presa en la cárcel acá en Miguel Lanús se casó con otra chica. Y ese es el pecado terrible. Cuando Cáritas descubrió eso empezaron los aprietes hacia Cristina, que por qué no comentó eso. Que eso para la Iglesia no está bien visto. Que la urgían a que se divorcio sino a fin de año le cortaban el contrato…” – reveló.
Los últimos días de Cristina transcurrieron viviendo en una pieza de alquiler, angustiada por la posibilidad de quedar sin trabajo y sin que el Estado haya tenido hacia ella el más mínimo gesto de reparación.
Ninguno de los jueces que la condenó se refirió al dictamen de la Corte Suprema de Justicia que expuso de forma vergonzante la manera de proceder del Poder Judicial misionero, capaz de condenar a inocentes a perpetua basándose en juicios sobre la moralidad de las personas acusadas y sin ninguna prueba. Tampoco ninguno de los medios empresariales, que la llamaron en sus titulares “la reina del martillo” y construyeron sobre ella una imagen de persona violenta, desquiciada y feroz.
Infinitamente vergonzante es también el papel de la Iglesia que con su accionar, con el cual decía estar ayudando a Cristina, pretendió ser la garante de que no inicie las acciones legales por el daño que le provocaron, para terminar juzgándola por su vida privada.
Cristina Vázquez no se suicidó, la llevaron, la empujaron a ese final, en el cual se lee el accionar criminal del Estado y las instituciones que la rodearon para controlar su conducta. La muerte de Cristina es un crimen de Estado.