–¿Cuándo y cómo ubica el surgimiento de los «demonios recargados»?
–Cabe recordar que la primera versión de la teoría de los demonios, de los años 70/80, equipara la violencia de las organizaciones insurgentes, luchadores políticos, gremiales, estudiantiles y sociales con quienes concretaron el genocidio de los 30.000. Pero lo fundamental no está ahí: está en crear la idea de ajenidad del resto de la sociedad, como si hubiera sido un conflicto entre dos violentos. No es así, un genocidio se comete para destruir las relaciones sociales de toda una comunidad, a unos se los extermina y a los que sobreviven se les impone un nuevo orden social. O se trata de hacerlo. Con este objetivo, fue planificado. Respecto de los demonios recargados, es un proceso que se va dando desde 2006-2007, cuando sectores de familiares y amigos de los genocidas estructuran un discurso distinto al que habían enunciado hasta ese momento. Esto se puede ver en los grupos que conduce Cecilia Pando, en las reuniones de la Plaza San Martín. Se trata de un discurso cuyo eje era legitimar la represión, de un alegato de verdad completa, de cuestionar el proceso de juzgamiento y de llamar presos políticos a los genocidas. En ese momento era muy marginal, no interpelaron a mucha gente, pero se sumaron varios elementos. Inicialmente Graciela Fernández Meijide, dirigente de derechos humanos, también intelectuales progresistas que van participando de ese discurso, como Héctor Leis, las notas en La Nación, de Luis Alberto Romero o Marcos Novaro, todo un cuerpo de ideas que viene desde distintos lugares de lo que, en sentido amplio, podríamos llamar el progresismo. Así, su evaluación de lo ocurrido en la década de los 70 fue muy perjudicial, porque se articula con estas embestidas recargadas, dándoles una visibilidad que no habían tenido hasta ese momento y mucha presencia mediática a partir de 2012, 2013 y 2014. De modo que lo que era «inenunciable» hasta 2012, es enunciado en términos de políticas de reconciliación en el discurso de algunas figuras políticas. El caso más notorio, quizás, es el de Elisa Carrió. Estos discursos empiezan a cobrar aceptación pública. Y este avance tiene también que ver con errores no forzados del campo popular.
–¿A qué llama «errores no forzados»?
–Por ejemplo, al abandono del carácter pluralista que siempre tuvieron las conquistas en la lucha por los derechos humanos. La partidización facilitó la recarga de los demonios. Ese pluralismo había abarcado a peronistas, radicales, comunistas, trotskistas, intransigentes, demócratas cristianos y hasta parte de la derecha liberal, entre muchos otros. De ese modo, la grieta kirchnerismo-antikirchnerismo no le sumó a nadie del campo popular, y por ella avanzó la ultraderecha. Hubo una errónea asociación en el sentido de que derechos humanos era solo kirchnerismo. Asimismo, el carácter fundamental de la existencia de un organismo de derechos humanos es la autonomía con respecto al Estado. Un organismo tiene que mantener su independencia y sucedió lo contrario en varios casos, aun cuando pueda comprender que no es igual un gobierno que otro. Lo puedo entender afectivamente: después de ser ninguneados, maltratados, reprimidos, olvidados por numerosos gobiernos, los organismos encuentran por primera vez uno que no solo da respuestas a algunas reivindicaciones históricas, sino que también los recibe en la Casa de Gobierno, les pregunta su opinión sobre distintas cuestiones políticas; entonces, creo que esta sorpresa puede explicar la confusión, que de todos modos fue muy perjudicial, incluso para el propio Gobierno. El tema de los derechos humanos era una política de Estado con un altísimo nivel de apoyo social hasta 2012. En una encuesta de ese año sobre las medidas del kirchnerismo, la que tenía mayor apoyo social era el juzgamiento a los genocidas, con un 82% de acompañamiento, lo que significa que muchísima gente que nunca había votado al kirchnerismo ni lo votaría, acompañaba la política del juzgamiento. Esto fue quebrado en esa lógica de la partidización, por un lado, por el Gobierno, pero también funcionó por izquierda. Es decir, hubo en quienes se alejaron del Gobierno una falta de proporcionalidad en el modo de plantear las denuncias, en términos de no poder observar las conquistas y sí, solamente, los problemas. Esas dos miradas, tanto la defensa a ultranza como la crítica a ultranza, terminaron introduciendo una divisoria por donde se coló la lógica recargada de los dos demonios, entendiendo la crítica de los derechos humanos como antikirchnerismo. Y entonces se intenta la impugnación de quienes lucharon antes para sobre esa base sancionar a quienes lo hacen hoy enfrentando al neoliberalismo y así lograr consenso para legitimar su castigo.
–Esta teoría «recargada» que sucede en la Argentina tiene su correlato en el mundo, con la Corte Penal Internacional y el Estatuto de Roma cuando se persigue por delitos de lesa humanidad a las organizaciones insurgentes de otros países…
–Absolutamente. Y es parte de mi discusión tan fuerte con respecto al uso del concepto del delito de lesa humanidad. En la segunda posguerra, surgen los derechos humanos como parte de la reacción ante el nazismo y como una herramienta fundamental de los movimientos populares. Hasta los años 90 el poder hegemónico los rechaza, los bombardea, busca impedir su implementación. Lo que va a ocurrir luego del fin de la Guerra Fría es que los poderes hegemónicos y muy en especial Estados Unidos, que siempre ha sido el más sutil en ese sentido, comprendieron que los derechos humanos también podían utilizarse como herramienta de legitimación del neocolonialismo. Y a fines del siglo XX, en vez de rechazar los instrumentos de los derechos humanos, trataron de transformarlos para poder utilizarlos como herramientas de legitimación de la represión. Entonces, la carga que se ponía en que los que violan los derechos humanos son básicamente los Estados, empieza a ser transformada en la legislación internacional y, por ejemplo, cuando se sanciona la Convención Internacional sobre Desaparición Forzada, es uno de los primeros casos, en 2005, en que se establece que las desapariciones forzadas pueden ser cometidas por el Estado o por organizaciones de la sociedad civil. Con lo cual se incluye en el mismo plano (y esta sí es la operatoria de los dos demonios) a las fuerzas represivas estatales con las fuerzas insurgentes y la Corte Penal Internacional pone en estas especial énfasis.
–Existe cierta tensión entre los términos «crímenes de lesa humanidad» y «genocidio», y no hay penas para ninguno de los dos, como tales, en el Código Penal.
–La tensión viene de que si yo digo «crimen de lesa humanidad», estoy nombrando una serie de delitos imprescriptibles, aunque por separado, pero decir «genocidio» implica referir a la intencionalidad de destruir las relaciones sociales de determinado grupo para que asuma otra identidad: la del opresor. Está dirigido al conjunto, no a un individuo. Y no, no hay pena para ninguno de los dos. Argentina ratificó la Convención sobre Genocidio en 1956 y es deudora con respecto al derecho internacional, porque en la mayoría de los países del mundo estos dos delitos existen en el Código Penal, con sus penas. Hay un debate entre los juristas, donde unos dicen que no hace falta incorporarlos, pues al existir como delito internacional, hay una calificación de prácticas que sí están en el Código Penal, y esto para ambos, porque los crímenes de lesa humanidad son una sumatoria de delitos que ya están en el Código, como asesinato, secuestro, tortura, etcétera. Y el genocidio son cinco incisos por los cuales se comete el genocidio, que también están y tienen pena. Pero no es lo mismo, como tales, no tienen pena y es una discusión aún. Entonces, hay varias causas a partir de 2014 que condenan a los genocidas por el delito internacional de genocidio, pero luego lo hacen operativo por el concurso real de equis cantidad de homicidios y equis cantidad de tormentos. Se trata también de llamar a las cosas por su nombre porque estamos disputando sentido y significantes sociales.
–En esta disputa por el sentido común, ¿en qué etapa estamos?
–En plena pelea. Lo que me preocupa, y me llevó a escribir el libro, es que la Argentina fue única en toda esta lucha. Desde fines de la dictadura hasta 2010 y 2011, la disputa por el sentido común en la Argentina siempre logró mayores conquistas. Y es bastante singular porque estamos hablando de 30 años durante los cuales las representaciones siempre fueron mejores que la representación previa. Creo que los demonios recargados son la primera amenaza real a ese proceso. Es la primera vez que, desde mi percepción, se busca un retroceso muy fuerte en el sentido común, que no creo que lo hayan logrado, pero sí está en disputa. Si trato de observar qué es lo que se dice en distintos lugares de la sociedad argentina, veo claramente que está en disputa. Por eso mi llamado de atención, para entender esa disputa y para no permitirnos perderla. Todo lo logrado está en discusión y hay varias opiniones sobre la mesa en confrontación. De alguna manera se va a resolver en los próximos años y tenemos que apostar a que se resuelva de un modo positivo, que permita confrontar con esos procesos de representación y no retroceder, sino avanzar.
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NUEVO LENGUAJE PARA LAS MISMAS IDEAS
«La nueva ofensiva de los sectores dominantes ya no habla de un cáncer a extirpar ni de una cruzada contra los agresores a la patria. Habla un lenguaje mucho más digerible, habla de “otras víctimas”, invisibilizadas, mudas o ausentes, negadas por el discurso oficial. Sus intenciones no son nuevas: buscan demonizar y condenar a la violencia insurgente y relegitimar la violencia estatal. Pero sus formas sí son novedosas y vienen probando, desde hace muchos años, su capacidad de interpelar a amplios sectores de la sociedad. Estas lógicas encontraron un sostén inesperado en los extemporáneos “arrepentimientos” de algunos miembros de organizaciones armadas insurgentes, las “revisiones” de una madre de un detenido-desaparecido y las lógicas “revisionistas” de algunos historiadores, sociólogos y cientistas políticos», sostiene Feierstein. A su juicio, este cambio en las formas de expresar las mismas ideas apunta a «convocar a la empatía con las víctimas de la violencia estatal en los modos más clásicos». Y agrega: «La versión recargada de los dos demonios llama a la empatía con las víctimas de las acciones insurgentes. Esta dualidad producto de la fetichización de la violencia es la que permite construir el ya cuestionado concepto de gente común para referir a un universo amplio de sujetos que se observarían a sí mismos como no afectados por los hechos, como neutrales que pudieron tomar una posición u otra ante un conflicto que aparece como externo. Esta gente común sería el amplio conjunto social al que se dirigirán los discursos posicionados en alguno de los “bandos” para convocar su solidaridad y su apoyo. Visiones de este estilo son las que han permitido plantear representaciones del tipo “ya hemos tenido bastante de una campana ahora queremos escuchar la otra”».