(Por Daniel Goñi/periodista)Mis compañeros cruzan miradas que coinciden en la búsqueda de una fraternidad más próxima, de una camaradería casi condenada al olvido, empujada al rincón de las humillaciones, a ese sitio mudo de sepultura de la propia historia y de las identidades que nos han sostenido en años duros. Esas imprescindibles, pequeñas, gigantes, cotidianas, ásperas, tiernas… Compañeros, la palabra depuesta…. Solo en esos amores, decía, veo agua para este desierto, que han ido instalando desde los centros de poder con un formidable aparato de manipulación, terror y subjetividades astilladas por el odio y el desconocimiento, uno que ha trabajado en sacar lo peor de cada persona y que busca generar una guerra horizontal entre las propias víctimas de la opresión. ¿Existe el deseo gregario? ¿Tal idea o concepto puede estar cargada/o de una direccionalidad suicida, de una pulsión de muerte corporificada en una suerte de boa constrictora que estrangula tanto así como alimenta el desánimo? ¿Qué volumen de irrealidad tolera el humano, presa de la nebulosa pagana de que a él no le llegará el fuego? ¿De que la inmovilidad y la silenciosa complacencia son garantía de supervivencia…? No tengo las respuestas, claro, pero confío en que la fecha de vencimiento de este espiral enloquecedor tocará a la puerta cuando el complejo dispositivo de relojería del campo popular permita que sus engranajes sean engrasados (nunca tan bien aplicado el término) por ese subsuelo perplejo que por ahora aguanta disperso que su hasta hoy viciada voluntad se vea representada por una dirección hasta ahora en ascuas.