He vivido por la alegría. Por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza no sea nunca unida a mi nombre. Julius Fucik.
La historia común de Delia y CORREPI empezó el 21 de noviembre de 1992, cuando el cuerpo de requisa de la cárcel de Caseros apaleó dos presos que se habían demorado mateando unos minutos de más en el recreo. La sesión de tormentos para que “aprendieran quién manda”, como les gritaban entre bastonazos y patadas, provocó varias fracturas en el cráneo de uno de ellos. Era Rodolfo “Fito” Ríos, 23 años, hijo de Delia.
Por tres días, Fito agonizó en un hospital, mientras Delia recorría despachos y oficinas para que la autorizaran a verlo. Ninguno de los funcionarios penitenciarios y judiciales que la pelotearon de un lado a otro pudo imaginar lo que estaba naciendo en esas horas de desesperación y dolor. Fito murió sin que Delia pudiera despedirse. Cuando finalmente la dejaron ver el cadáver, le hizo una promesa, que cada tanto recordaba en sus intervenciones públicas: “Él decía que estar preso no le había quitado la libertad, porque era libre en su interior. Yo le prometí que iba a luchar contra sus asesinos hasta el último de mis días”.
Delia cumplió esa promesa. Siguió golpeando puertas, ahora de los organismos de derechos humanos y otras organizaciones, convencida de que su pelea no era individual. Ninguna puerta se abrió. Algunos lo disimularon, otros se lo dijeron sin sutilezas: el muerto era un preso, ¿qué pretendía?.
Sólo la Liga Argentina por los Derechos del Hombre la escuchó, y le aportó un abogado para acusar a los penitenciarios. El único imputado en la causa penal era el otro preso apaleado, que sobrevivió. Pero Delia quería más que una pelea judicial. Por eso, cuando supo de un grupo que se venía organizando contra la represión estatal, Delia llegó a CORREPI, con la foto de Fito y su historia bajo el brazo. En el Primer Encuentro Antirrepresivo Nacional, en marzo de 1995, tuvo su primera intervención pública, y habló de la necesidad de organizarse contra la represión en todas sus formas, tanto para denunciar el gatillo fácil y la tortura como para defender los presos políticos.
Desde entonces, la voz de Delia identificó a CORREPI. Cada vez que tomaba un micrófono o un megáfono daba una lección de dignidad y conciencia proletaria. El amor a su hijo era tan grande como su odio a los represores, y nos enseñó que ese odio de clase, el que nace de la conciencia, es la brújula que permite distinguir al amigo del enemigo.
Nilda Garré, viceministra del Interior en el gobierno de la Alianza; Patricia Bullrich, directora del Servicio Penitenciario Federal en la misma época, el juez de la Corte Eugenio Raúl Zaffaroni y Hebe Pastor de Bonafini seguramente recuerdan el filo de la lengua de la compañera, que a todos les cantó unas cuantas verdades en la cara. Ninguno pudo retrucarla.
Fustigaba a los conciliadores con más dureza que a los represores mismos. Para ella, no había grises. Con los opresores, o con los oprimidos. Con los asesinos y sus patrones, o con los represaliados. Ni olvido ni perdón, lucha y organización.
Así vivió Delia sus dos décadas de militancia. Ni su discapacidad física (sufrió la amputación de una pierna de muy joven) ni las condiciones materiales que la rodeaban la limitaron jamás. Si había que viajar a Corrientes a apoyar la Plaza del Aguante o salía una charla en una universidad de Comodoro Rivadavia, ahí estaba Delia en el micro, con el cuadernito donde hacía sus apuntes, y el tejido para cuando se cansaba de escribir. Ninguna actividad era muy lejos ni demasiado pesada. Y nunca paraba de pensar en qué más podíamos hacer.
Aunque la militancia de Delia nació del dolor, supo convertirlo en energía para la lucha. La tristeza nunca estuvo unida a su nombre. Puños en alto, corazones encendidos y un grito eterno: ¡Compañera Delia, presente, ahora y siempre!
Fuente: Anred