“Como dice Zaffaroni, hoy tenemos la pena de pasar un determinado tiempo en prisión a lo que se le suma una pena de muerte aleatoria. De las 60 mil personas detenidas sabemos ya que de acá a un año van a morir trescientas personas. No sabemos cuáles ni habrá sustento legal para seleccionarlas. Hoy mandar una persona a la cárcel implica la pena de privación de libertad, de privación del sistema de salud, la de exclusión del sistema educativo, el sometimiento a torturas, y todo ese contenido de la pena es ilícito…”, señaló Córdoba.
Cuando se pide mano dura la represión termina por aparecer. La inmoral e inconstitucional receta de endurecer las leyes, las penas, la fuerzas de seguridad, el sistema penitenciario, etc. es tan vieja como ineficaz.
En el 1900, seis años antes de la inauguración de la cárcel de Boulogne Sur Mer en Mendoza, el diario el Debate editorializaba: “Ese aumento asombroso de la delincuencia obedece a causas determinadas que preparan y favorecen su desenvolvimiento y exigen mayor vigilancia y la atención constante de los policías, a los que debe dotárseles de más y mejores elementos, a fin de que puedan combatir con éxito esa plaza de criminales que viene perturbando al orden y amenazando seriamente la seguridad pública”.
En el discurso dominante de entonces –lamentablemente vivo en algunos sectores de la sociedad actual- esas “causas determinadas” del delito terminaban por consagrarse en “causas determinantes” de quienes eran señalados como criminales.
En el libro “La Gran Aldea Mendocina”, Ana M. Mateu y Patricia Dussel nos cuentan que a fines del siglo XIX las concepciones penales estaban totalmente influidas por el pensamiento del italiano Cesare Lombroso, padre de la criminología moderna. Su teoría se basaba en un derecho penal de autor, es decir una concepción que apuntaba fundamentalmente al delincuente y no al delito. De acuerdo con esta perspectiva, se teorizaba sobre la presunta existencia de rasgos característicos del criminal: las medidas de su cráneo, la estructura de la mandíbula, el tamaño de las orejas, el tipo de ojos y de las manos. En suma, todo esto marcaría una predisposición criminal. Los delincuentes podían ser definidos por la propia portación de cuerpo y esas “causas determinantes” eran un estigma del cual no se podía escapar.
Esto, obviamente, no sólo generó conductas racistas sino que además se asoció a los delincuentes con los pobres, con los marginales, con los harapientos, con los que poseían posiciones políticas contrarias al régimen e, incluso, con los extranjeros.
La teoría de Lombroso dio el fundamento para que la clase dominante mendocina estableciera un férreo disciplinamiento social que asegurara el status quo. Ponían en la vereda de los culpables generalmente a los hombres y mujeres de la clase obrera y consagraban así la impunidad del sistema político, económico, social y cultural que los marginaba.
Un dato que ilustra esta realidad: entre el 17 y el 19 de enero de 1886 la prensa registra 39 detenciones: 31 hombres por ebriedad, 1 hombre y 3 mujeres por falta de papeleta de conchabo (se criminalizaba a quienes no dependían laboralmente de un empresario), 3 detenidos por desórdenes y 1 por ratera. Ningún “habitante distinguido”.
En base a estos fundamentos pseudocientíficos, el sistema penal de entonces también daba un tratamiento diferencial a las mujeres. De acuerdo con esas ideas se consideraba que éstas habían evolucionado menos que los hombres porque sus cerebros eran menores y sus rasgos eran parecidos a los de los niños. En consecuencia, cuando se las condenaba por un delito, se las ponía bajo la potestad del Estado o de asociaciones civiles. Infinidad de mujeres fueron recluidas no sólo en la Penitenciaría sino también en el Hospital San Antonio o en el Asilo del Buen Pastor, en dónde se les obligaba a lavar y limpiar, ya que se creía que de esta forma reforzarían su feminidad natural y se calmarían a través de tareas repetitivas como las domésticas.
Hace cien años el trato que se les dispensaba a los internos de la Penitenciaría de Mendoza distaba mucho de lo que establecía y establece la Constitución Nacional en su art. 18. La cárcel de Mendoza no era ni sana, ni limpia; en la mayoría de los casos no tenía por objeto la seguridad del preso, sino que en gran medida era una herramienta de mortificación injustificada.
Como señala Abel Córdoba: “…las condiciones son infrazoológicas. Si hubiera animales, la sociedad y las organizaciones protectoras no tolerarían que estuvieran en esas condiciones. El límite de la violación de derechos es la resistencia biológica de las personas, lo dicen los propios médicos penitenciarios. No se mueren todos porque son jóvenes, y el cuerpo les aguanta.”