—¿Por qué le decían Maradona? —preguntó el abogado querellante Pablo Llonto, quizá para facilitar el reconocimiento, tal vez por curiosidad de periodista político/deportivo, o por ambas cosas.
—Por como jugaba a la pelota —respondió el Gato.
Díaz es el único caso en este debate, que sin dudas aparece como una ventana de justicia que se abre tardíamente. Está latente la idea que si este juicio termina acercándose a la verdad y a la justicia, dejaría asfaltado el camino para que se pueda saber qué sucedió con Iván Ruiz, Carlos Samojedny y Francisco Provenzano, los otros tres desaparecidos.
En el banquillo de los acusados, que en realidad es una silla como todas las demás, está el ahora ex General Alfredo Arrillaga. Fue el primero en llegar desde su prisión domiciliaria, condenado por delitos de lesa humanidad en la causa de la Base Naval del Mar del Plata. Es sindicado, además, como uno de los responsables del secuestro de 11 abogados laboralistas de esa ciudad, 6 de ellos desaparecidos, hecho conocido como La noche de las Corbatas. Ahora es él quién lleva una corbata azulgrana con pintas doradas. Cuando lo enfrentamos para tomar la fotografía que ilustra esta nota, alcanza a balbucear algo. No lo oímos. Preferimos hacer la tarea y ya, sin caer en la casi segura provocación que sus palabras habrán despachado inútilmente.
Arrillaga a la espera de una nueva condena.
Roberto Felicetti dio un contexto inicial general del ingreso al regimiento. Luego, ya conducido por las preguntas, fue al momento de la rendición: “Me sacaron. Me encapucharon con mi remera y me tiraron al piso. Ahí me rompieron los dos brazos”. Más tarde el abogado defensor, Hernán Silva, le pidió que contara “cómo le esguinzaron los brazos”. El relato de Felicetti fue crudo. También contó que en su primera comparecencia ante el juez de Morón Gerardo Larrambebere, si bien denunció las torturas recibidas, todavía no había recibido atención médica.
—Me pegaban patadas, sobre todo en la cabeza y el hígado. Yo estaba tirado boca abajo, encapuchado. Preguntaban todo el tiempo “¿Quién es Pancho, quién es Pancho — relató.
Pancho es Francisco Provenzano. Los testimonios dicen que fue él quien negoció la rendición. Desde afuera, recordó Felicetti: “se escuchaba una voz desde un megáfono que nos decía que si nos rendíamos se iban a respetar nuestras vidas”. Evidentemente el portador de ese mensaje mentía. En una de las insistentes preguntas por Pancho, uno de los tirados en el piso respondió: “Yo soy Pancho”. Esa fue la última vez que Felicetti supo de Provenzano. Está desaparecido. En su testimonial de hoy, también dijo que les iban preguntando sus nombres. Cuando Carlos Samojedny dio el suyo, la voz del megáfono le dijo, ahora parado por detrás: “Ahhh, a vos te vengo siguiendo la carrera desde hace rato”. Terminada la ronda de presentación, fue el turno del torturador: “Yo soy Dios”, dijo. Felicetti no tiene dudas. Todas esas voces son en realidad una sola: la de Alfredo Arrillaga. Es más, agrega otros dos momentos del torturador a cargo: “Sr. Presidente, estos son los detenidos”, “Sr. Juez, estos son los detenidos”, recordó el Gato. Tiene guardada en su memoria la voz de Raúl Alfonsín. También la de Larrambebere.
La composición del Tribunal Oral Nº4 de San Martín tiene monotonía varonil. Resalta por lejos la juventud del presidente, Matías Alejandro Mancini, de apenas 35 años. Sumamente atento con los testigos, aceptó el pedido de la querella para que reciban la asistencia psicológica del Centro Ulloa, uno de los tantos espacios de derechos humanos vaciados por el macrismo. A Mancini lo acompañan Alejandro de Korvez y Esteban Rodríguez Eggers, con quien Felicetti mantuvo un diálogo corto pero contundente:
—Discúlpeme, en todo ese recorrido que contó, ¿alguien le leyó sus derechos?
—No.
—¿O le hablaron de las convenciones de Ginebra?
—No, tampoco.
En cambio, el defensor oficial, Hernán Silva, intentó ser más provocador:
—En la preparación de la toma del cuartel, ¿qué servicio de inteligencia les proveyó el plano? — consultó Silva.
Allí Mancini le pidió reformular la pregunta y Felicetti tuvo que responer: “Lo hicimos nosotros visitando varias veces el lugar y las inmediaciones”.
Felicetti se mostró seguro. La justicia le ha sido hostil durante su vida militante. Estuvo preso 7 años y medio durante la última dictadura, y 14 años por la toma de La Tablada. Sin embargo, cerró pidiendo justicia para saber qué pasó con sus compañeros. Los aplausos lo acompañaron en su salida hacia el sol agobiante de la ciudad. Entre los abrazos y felicitaciones que lo esperaban afuera, estaba Nora Cortiñas, referente de las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora.
El testimonio del desertor olvidadizo
El segundo y último testigo de esta jornada fue Daniel Oscar Darío Salas. Durante la toma, Salas estaba preso junto a otros dos conscriptos por haber querido desertar. “Estaba en los calabozos de la guardia. Había desertado del ejército. Éramos 3. Nos habían dicho que el 22 se iba a hacer un simulacro de combate. El 23, cuando se hizo la toma, primero pensamos que era el simulacro”, comenzó Salas, visiblemente nervioso. El testigo contó que cuando llegaron dos integrantes del grupo del MTP, uno tenía una herida sangrante en la cabeza, por lo que él se sacó su camisa, le tapó la herida y ensayó un vendaje. La composición de escena, situación y lugar dan cuenta de que se refirió a José Díaz. Ante las preguntas de la querella y el fiscal, su testimonio se transformó en errático y olvidadizo. Le leyeron sus viejas declaraciones en el juicio durante los ’90, pero se le tornó imposible recordar más datos sobre los militantes del MTP. Con certeza, solo dijo que “A nosotros nos trataron bien”. En una vieja declaración que se leyó hoy, había contado que Ruiz y Díaz le habían dicho: “ustedes pueden irse, pero los van a matar”. Finalmente, relató cómo se escaparon del incendió que tomó los techos de la Guardia: “empezamos a orar. Ahí agarramos un banco y pudimos arrancar las rejas de la ventana, que ya estaba dilatándose por el calor”. Le exhibieron el video en el que se ve cómo salieron él, los otros dos colimbas y Díaz, pero dijo que no se dio vuelta como para saber qué pasó con él.
Mancini lo despidió amablemente y anunció un cuarto intermedio hasta el miércoles a las mañana, ya en la sede del juzgado, con capacidad solo para 20 personas.
Cuando ya quedaban pocas personas del público en la sala, todavía permanecían jueces, secretarios/as, y Arrillaga.
—Yo solo le preguntaría que hizo con mi hermano —comenzó el diálogo Clara Provenzano, la hermana de Pancho—. Solo quiero saber eso, ¿le puedo preguntar o le hago mal al juicio? —nos consultó, cuidadosa, enternecedora.
Arrillaga compartía un tostado mixto con su abogado Silva, que aun en ese almuerzo improvisado no dejaba de jugar con su pelo. El acusado estaba a punto de salir. Vuelca el torso hacia adelante para andar. Camina con un bastón. Se lo ve bien lúcido. Tiene la nariz chata, como de boxeador. No supimos muy bien qué responderle a Clara. Le dijimos que era su derecho saberlo, pero que presumíamos que un tipo como él difícilmente se conmovería con su pregunta; o algo así. Clara lo observó caminar y se guardó su consulta. El Estado les debe, a ella y a todos los familiares y compañeros/as de los desaparecidos de La Tablada, una respuesta con forma de condena.
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*Este diario del juicio por los desaparecidos de La Tablada es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de diferentes colectivos de medios comunitarios, alternativos y populares, con la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente ( https://desaparecidosdelatablada.blogspot.com)