El aborto de mi amiga

Era septiembre. Había cumplido 20 años y no hacía tanto que había comenzado a transitar su vida sexual. Se cuidaba con pastillas anticonceptivas. Rigurosamente. Tenía una relación con alguien a quien amaba, con ese enamoramiento casi incomprensible para quienes la mirábamos con algunos años más y con algunas desilusiones de juventud que nos habían permitido diseñar mecanismos de defensa para evitar los desengaños (aunque ninguna receta fue infalible, jamás). Mi amiga derrochaba pasión, sueños, alegría y en su mirada había un brillo que jamás volví a ver en nadie.

En esos tiempos recién comenzaba a hablarse del SIDA. Aparecían las primeras informaciones y desinformaciones. ¿Era SIDA o era HIV?. ¿Cuál era la diferencia?. ¿Era contagioso por sangre, por semen, por fluidos vaginales, por compartir un mate, por respirar/se??. Sí, eran tantas las dudas y confusiones que nadie sabía muy bien qué hacer ni cómo cuidarse. Los preservativos se usaban para evitar contagiarse de alguna enfermedad de transmisión sexual (de las conocidas hasta entonces) y los anticonceptivos orales con el único fin de no quedar embarazadas. Nosotras, las mujeres. Para los hombres la mayor preocupación era, en esos años al menos, no quedar “enganchados” para toda la vida…

Ella se cuidaba. Se hacía los controles periódicos con su ginecólogo y no intentaba poner en juego la relación; menos que menos perpetuarla si no llegaba a ser un deseo que fuera a la par.

S, como voy a llamar a mi amiga, cursaba sus estudios universitarios y trabajaba algunas horas por día. Él, a quien voy a citar como F, trabajaba todo el día porque ayudaba a su familia. Se veían cuando podían, entre libros y sábanas, entre estaciones de trenes y algún que otro hotel alojamiento. Y se disfrutaban. A su manera eran felices y transgresores para los tiempos que corrían. Se habían conocido una noche saludándose de auto a auto, en los que íbamos varias amigas en uno y varios amigos en el otro. Paramos ambos vehículos y nos invitamos a tomar algo. Charlamos, reímos mucho y se jugó a la seducción en todo momento. Después de esa larga noche, solo S y F – que hasta entonces no conocían sus nombres – concretaron volver a verse. Y así lo hicieron. Una vez. Otra. Otra. Muchas… muchísimas. Se los veía muy bien. Varios amigos/as de ella , nos sumamos al vínculo. Salíamos juntos a los bares y pubs de aquel Buenos Aires atrapante, donde la cerveza comenzaba a hacerse hábito de cada salida y donde los barriles con maníes eran a libre demanda. Las cáscaras se tiraban al suelo y nadie se horrorizaba por ello. Era moda. Hoy, donde la limpieza de plazas, veredas y canteros se prioriza por sobre la vida, sería motivo de presencia de fuerzas armadas…

Así fue pasando el tiempo. Y con él, la relación se iba agotando. Fue ella quien, ante ese panorama y con el afán de salvar la pareja, propuso reflotarla haciendo un viaje juntos. Contrario a lo que esperaba, en ese encuentro de días seguidos y convivencia, se produjo la ruptura. S lo invitó a irse primero (ella había pagado todo el viaje y la estadía era en casa de una de sus amigas). F se fue. Luego, a los pocos días, ella también regresó a Buenos Aires. No se llamaron más. Pasaban los días, las semanas y no había comunicación alguna. S quería volver a verlo. Seguía enamorada. Pero sabía que F le diría que no le interesaba. Ya no tenía sentido. Había que reprimir las ganas. Y mi amiga, así lo hizo.

En esas semanas transcurridas, S comenzó a sentirse extraña. Se le hinchaban los pechos; el olor a café le daba náuseas, y su menstruación no llegó en fecha. Pasó otro mes y tampoco hubo novedades. Confiaba en que era el estrés del viaje y del corte de la relación lo que había descompaginado su ciclo. Lo habló con sus amigas y amigos. Eramos prácticamente su familia. En su casa no se hablaba de sexo bajo ningún concepto. Era tema prohibido; cuestión de formación patriarcal… Sus amigas más íntimas la obligamos a ir al ginecólogo. Puso resistencia. Temía el resultado, pero a la vez sabía que el tiempo corría en su contra. El médico le ordenó hacerse un análisis de sangre (en esos tiempos no había Evatest ni nada similar). El día que tenía que ir a buscar los resultados, la acompañé. No había dudas: positivo; así, sin vueltas. Pero ¿cómo?, ¿por qué?. Se había cuidado siempre. El profesional le dijo que los anticonceptivos no eran infalibles. Ninguno. Le preguntó qué decisión iba a tomar. Ella se sorprendió… ¿No era que no se podía abortar?.¿No era que podía ir presa? ¿No era que podía morirse desangrada o infectada?. ¿Dios la castigaría?… El ginecólogo fue claro y no le tembló la voz: “mirá querida, o lo tenés o abortás ya. No hay más tiempo”.

Salí con ella, fuimos a tomar un café. No paró de llorar. La desesperación de ese día jamás la había experimentado antes. Yo tampoco. Vivía con ella lo que le pasaba como si me pasara a mí misma. El médico le había dado el nombre de alguien que hacía abortos. Le dijo que no le mencionara a nadie que él se lo había recomendado. Le advirtió también que tuviese cuidado pero que si no lo iba a tener, tenía que recurrir de inmediato. Y también recuerdo que le dijo: “andá imaginando cómo vas a conseguir la plata…”.

Tomamos el café. Lloramos juntas. Sabíamos ambas que lo que se venía era peligroso. Pero no había opción posible. Con 20 años y en plena carrera ¿un hijo?. ¿Un hijo de alguien que no quería tener nada más que ver con ella?. ¿Un hijo en una familia que se horrorizaba si alguien tenía sexo antes del matrimonio?. ¿Un hijo no deseado ni buscado?. Todo le jugaba en contra. Pero ella se había ciudado. Siempre…

S solo tenía una bicicleta. Se dispuso a venderla para juntar algo de plata. Pero también entendió que F tenía derecho a saber lo que estaba ocurriendo y a decidir juntos; y lo llamó. Se encontraron en uno de los bares donde hasta hacía un tiempo, se veían para besarse y disfrutarse. Me quedé en otra mesa, alejada, pero no tanto. Y la esperé presenciando el momento. El la miró fijo, sin comprender y ni siquiera imaginar, cuál sería el motivo del encuentro. Pero es cierto que había aceptado, sin preguntar nada. S respiró profundo y le dijo: “estoy embarazada”. Seguramente mi amiga jamás habrá olvidado la cara de F y ese silencio que siguió a la impavidez de la mirada. También recordará – y yo también- con lujo de detalles, las palabras siguientes: “¿Qué decís?. Yo no pienso tenerlo… estás loca…Cómo sé que es mío…”, la típica pregunta/acusación cuando cuesta hacerse cargo. S solo atinó a decirle que no quería tenerlo, que pensaba abortar, pero que no tenía el dinero suficiente para pagar lo que le habían pedido, si podía aportar algo (como si el embarazo fuese únicamente de ella…) pero que lo que más necesitaba, o quería, era que la acompañara…. F fue contundente: “no pienso darte un peso y no voy a acompañarte”. Se levantó y se retiró del lugar. Al menos pagó el café. Lo recuerdo muy bien. S quedó sola sentada a la mesa, callada; profundamente callada. Me acerqué a buscarla. Nos abrazamos y salimos del bar.

A S la acompañamos varios de sus amigas y amigos. Sí, varios. Se hizo una cadena de afecto y contención increíble. Algunos/as pusimos los pocos pesos que teníamos; otro puso el auto a disposición para llevarla al “consultorio” (que luego no resultaría serlo…); una de nuestras amigas ofreció su departamento para que hiciera el post aborto. Y todos/as planificamos su cuidado. S no podía regresar a su casa… Y nosotros estaríamos a su lado, como fuese.

El lugar donde le practicaron el aborto, clandestinamente, era una Garaje. Sí, no me lo contaron. Allí estuve, junto a ella. Y sí, fui su cómplice. Y no me arrepiento. Recuerdo aún hoy que le costó salir de la anestesia y que tanto como nuestro amigo que esperaba en el auto, yo tenía mucho miedo. Era un lugar inmundo, con fierros de autos viejos retorcidos por todos lados y ahí, en eso que se suponía era un “consultorio”, un supuesto médico, con un sillón de ginecología improvisado y sin ninguna medida de higiene, le había practicado un aborto y con anestesia general… Pero previamente nos había pedido el dinero…y por supuesto nos había amenazado por caso se nos ocurriera contar algo…

A S la llevamos al departamento de nuestra amiga. Y allí estuvimos esa masa de afectos, cuidando minuto a minuto de ella, durante varios días, tras haber armado una grilla de turnos. F nunca apareció. A veces recuerdo, casi entre dudas, que llamó a alguna de nosotras para saber cómo había salido todo… No preguntó por S. Preguntó por “todo”, como si no se tratase de una mujer; de la mujer que además había estado a su lado y que había quedado embarazada con él y de él. Mi amiga no quiso verlo nunca más. El a ella, imagino que tampoco.

S cargó con su historia a cuestas hasta hoy, en donde vive a diario cómo muchas y muchos insultan, nos gritan asesinas a quienes apoyamos la legalización de esta práctica que, de no aprobarse en el Senado, seguirá haciéndose clandestinamente para todas las mujeres. Sólo que quienes pueden pagarlo tendrán algún médico amigo que se los hará sin riesgos, o con los riesgos lógicos de cualquier intervención. Y es más, seguramente lo pasarán por sus prepagas como legrado, con tal o cual diagnóstico. Y se los cubrirán. Y también cubrirán sus espaldas. Pero nadie se enterará que abortaron. Muchas irán luego a la iglesia a confesarse y marcharán otras tantas negando su realidad. El “qué dirán” puede más que los derechos de igualdad. Las otras, las mujeres pobres, seguirán yendo a garajes, a casas de curanderas, o seguirán poniéndose una ramita de perejil en el útero. O una sonda. O una inyección de algo que le dijeron por ahí…

S pudo rehacer su vida; tener hijos; seguir adelante. Pero fue una privilegiada. No hubo infección ni muerte. Hoy estoy convencida que mi amiga se salvó de milagro… si es que los milagros existen.

F no apareció sino hasta muchos años después, cuando la tecnología avanzó al punto tal de poder encontrar a quien quisiéramos aunque jamás hayamos tenido noticias suyas. S leyó su mensaje: “estoy buscando a una tal S que si mal no recuerdo vivía en …(tal lugar…) y por los datos que figuran en tu Fb, creo que sos vos. Me gustaría contactarte”. Ella leyó ese mensaje casi dos años después de que F lo escribiera. No había descubierto hasta ese momento que había una bandeja de “solicitud de mensajes” de quienes no figuran como contactos. Me llamó de inmediato. Me preguntó qué hacer. Le dije que hiciera lo que sentía. Que de verdad prestara atención a lo que su corazón le marcaba. Podía servirle para descargar tanto dolor guardado o solo escuchar qué era lo que quería decirle.

S le respondió: “hola, soy yo, la misma…”. Y él, en segundos nada más le expresó la alegría que le provocaba haberla encontrado después de tantos años. “Soy padre de dos hijos… y desde que soy padre no me deja en paz recordar lo que te hice…”, le escribió. “Mucha mujer para alguien como yo en esos años”, recuerda que le dijo…En esa conversación impensada S se enteró que una de nuestras amigas lo había llamado horas antes del aborto, porque no habíamos logrado conseguir todo el dinero, y que lo conminó a que juntara algo. Y que él finamente algo aportó. Pero jamás apareció. Y nosotras nunca supimos quién de todas fue la que lo encaró. Son códigos de fidelidad. Y de amor.

El resto de la historia hoy no importa. S sabía que lo había amado como a nadie y pese a todo, no le guardaba rencor. También sabía que aquella vez, había tomado la decisión que había considerado correcta. Era su cuerpo y sobre él, nadie debía tener derecho a decidir. Nunca se alegró, para quienes creen que es una moda o una decisión a la ligera. Pero tuvo el coraje de decidir. Algo que aun hoy, en pleno siglo XXI, pareciera ser una práctica vedada a las mujeres.

Hoy la sigo teniendo como amiga porque la vida le jugó a favor. Pero ambas sabemos que podríamos no habernos visto nunca más después de aquella mañana de septiembre cuando la sacamos de un garaje, sin saber si viviría. De todos esos amigos y amigas de entonces, la mayoría seguimos viéndonos, queriéndonos, cuidándonos. Creo que, aunque nunca más lo hablamos en el grupo, nadie se olvidó de aquellos días de tristeza y preocupación. Y por eso, hoy todos nosotros estamos a favor de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, en condiciones dignas y gratuitas. Porque S hay cientos, miles, a las que no siempre las acompaña un grupo de amigas y amigos. Que pasan solas estas experiencias tremendas. Y las que logran pasarla, desde la clandestinidad, son sobrevivientes. El resto de las mujeres, sobre todo las mujeres pobres, pocas veces pueden contarlo. Porque las estigmatizan, en el mejor de los casos, y porque muchas de ellas se mueren y no existen a los ojos de nadie. La “porcelana” del Dr. Albino falla; los anticonceptivos fallan; los forros se pinchan. Quienes puedan tirar la primera piedra… que levanten la mano… Pero el 8 de agosto, señores/as Senadores/as de la Nación, levanten sus manos para decirle NO AL ABORTO CLANDESTINO. Quienes apoyamos este proyecto no obligamos a nadie a abortar. En cambio, Uds., quienes voten en contra, condenarán a muchas mujeres a la clandestinidad y a la muerte. Y serán cómplices.

QUE SEA LEY!!!!

(Mi amiga me pidió relatar su historia de vida. Por eso lo hago. Y porque nadie me lo contó. Lo viví con ella).