Negra, te invito a cenar a tal lugar el fin de semana, me dijo mi amante de turno que era rumano. Pero ese lugar es caro, no tengo dinero para ir el fin de semana, vamos a fin de mes y así ahorro. Pero es que yo te estoy invitando, ¿por qué no te dejás invitar nunca? Porque no me gusta, no me siento cómoda, tengo que ser yo la que pague por mi comida y no es que te desprecie el gesto pero así soy yo, es mi naturaleza. Pero yo soy el hombre, ¿y eso qué? Que debo ser yo el que invite y vos la que te dejés consentir. Esas son normas patriarcales sacálas de tu vida no tiene nada de malo que yo pague mi comida.
Pero es que además yo puedo, mi economía es mejor que la tuya y puedo invitarte, no quiero que gastés tu dinero, dejáte querer, dejáte consentir, bueno, está bien sé que no voy a ganarte nunca, vamos a fin de mes.
Para el rumano acostumbrado a visitar ese tipo de lugares debido a su condición social era de lo más normal pagar una cena que a una empleada doméstica como yo le representa reajustar su presupuesto. Era una relación muy relajada, el hombre era encantador, tenía la edad de la añejadura de los años en su piel y eso me enloquecía, ese cabello cano con pinceladas de rubio. Ojos azules tonalidad del lago Michigan a las tres de la tarde. Y lo más importante, el corazón honesto que me dejó entrar como un huracán con la intensidad mi locura. Me llevaba quince años y al igual que yo amaba leer libros bajo la sombra de los árboles, tirado sobre el zacate.
Fuimos a cenar a ese lugar elegante y exclusivo en el centro de la ciudad. De esos sitios donde los latinos que se ven trabajan de ayudante de mesero o de lava platos. De esos sitios que son para cenar de cinco de la tarde a diez de la noche y que después se convierten en discotecas. Cenamos muy a gusto y también bailamos sin parar. La orquesta variaba de música tocaba jazz, blues, regaee, baladas, salsa, merengue. Música al estilo de Putumayo. Algo había en el ambiente que era distinto a nuestras otras salidas a cenar, había magia, cierto encanto, sus ojos brillaban y no dejaba de observarme maravillado. Se quedaba callado por largos ratos y después lo veía tomar impulso dispuesto a decir no sé qué cosa pero en las mismas volvía a ensimismarse.
Volvieron a tocar merengue que es mi perdición y lo tomé de la mano y lo saqué a la pista, él no estaba acostumbrado a esos ritmos y nos tropezábamos a cada rato los cual no hacía reírnos como locos. De pronto yo sentí que alguien me observaba, sentía la mirada directa que me quemaba, la busqué entre las mesas, entre los bailarines y nada, no la encontrada. Me sentí desnuda, con mis instintos alerta, expuesta, esa mirada venía de algún lugar y yo no la podía encontrar. ¿Quién me observa así? Finalmente la encontré, era un ayudante de mesero que me observaba desde la sombra de un madero, sonreía con aire de melancolía, esa sensación que conozco muy bien llamó mi atención e hizo que yo lo observara detenidamente; movía los pies pero el resto de su cuerpo estaba quieto, a la fuerza, porque se notaba que el ritmo lo llamaba, le quemaba la sangre. Era sirviente como lo soy yo, pero quería endulzarle el momento a mi manera ya que podía debido a mi condición de comensal y lo hice. Le dije al rumano que sacaría a bailar al ayudante de mesero, sonrió y se fue a sentar. Ya estaba acostumbrado a mis arrebatos.
Llegué y le pregunté si quería bailar conmigo, cambiaba colores y se asareó, me dijo que estaría encantado pero que no podía porque estaba trabajando y no les permitían interrelacionar con los clientes. Bueno, le dije, ese no es problema al cliente lo que pida y el cliente siempre tiene la razón, ¿dónde está tu jefe? Voy a decirle que me muero por bailar con vos. Allá, atrás de la barra me dijo con la sonría que la tenía de oreja a oreja. Fui y le dije que quería bailar con tal ayudante de mesero y lo señalé y que lo que menos quería era perjudicarlo por eso iba a preguntarle a él si le daba permiso, sonrió el gringo y me dijo que sí, que bailáramos las canciones que yo gustara.
Lo tomé de la mano y lo saqué a la pista, le hablé en español, se asustó me dijo que no pensaba que hablara español porque tenía planta de filipina y que ese lugar no lo acostumbraban a visitar latinas, él resultó ser colombiano del departamento de Chocó, era blanco de cabello afro, con cuerpo de mulato. Sus caderas comenzaron a soltarse y a hacer lo suyo. ¡Yo sabía! Le dije, yo sabía que esas caderas tenían fuego. Nuestros cuerpos se convirtieron en lumbre y nos quemamos al ritmo de los timbales. La alegría de los bailes callejeros en mi arrabal estaba ahí conmigo, la algarabía de los bailes en su pueblo estaban ahí con él. Tenía una alegría que no podía contener y los ojos se le aguaban. Vos bailás como las mujeres de mi pueblo, como las mulatas de mi Chocó, me dijo con su sonrisa de oreja a oreja mientras dábamos vueltas sin parar. Vos bailás como las latinas de verdad, sin pretensiones, vivís la música.
¿Él es tu esposo? No, es mi amante. Comenzó a reír a carcajadas, ¡qué mujer tan sincera!, es tu amante entonces. Sí. No vienen muchas latinas por aquí, es raro. La mayoría están casadas con gringos y se creen la gran babosada. Vos no, vos parecés niña de monte. A pesar de tu clase social. ¿Cuál clase social? Es que este lugar es caro hay que tener dinero para venir a comer aquí, a nosotros los latinos no nos da la economía. Bueno pues estás hablando con una empleada doméstica que ahorró para venir a cenar aquí. ¿Una empleada doméstica sos? Sí. No parecés, tenés planta de todo menos de empleada doméstica es que con ese tu cuerpo parecés entrenadora yo me imaginé que practicabas algún deporte. Pues sí practico muchos deportes también, pero también soy empleada doméstica. ¿Fútbol? Sí. ¡Lo sabía! Esas piernas son de futbolista. Reímos los dos. El rumano se divertía viéndome bailar con el ayudante de mesero, levantaba su copa de vino y me saludaba y yo le lanzaba besos.
Soy indocumentado. Yo también. ¿Vos también? Sí. Tenés suerte vos, de andar con un tipo así que te invita a lugares como estos pronto vas a arreglar tus papeles, no seás boba aprovechá que esas oportunidades no se dan todos los días. Bailamos cuatro o cinco canciones y nos despedimos, me fui a mi mesa y él volvió a limpiar mesas y a llenar vasos de agua y a llevar platos sucios a la cocina.
Cuando me senté el rumano pidió una botella de champaña, con la que llevaron una orquídea dentro de una caja, me pidió que la abriera y encontré un anillo, el rumano tomó mis manos, sacó el anillo y me pidió que me casara con él. Comenzó a hablar de construir una casa a nuestro gusto, podar el jardín y sembrar hortalizas. De viajar alrededor del mundo y de llenarnos de hijos. Sentí que caía lentamente en un abismo sin fondo, ¿casarnos, hijos? Pensé mientras él me acercaba mi copa de champaña. Pero si lo hablamos al inicio de nuestra relación, te dije que yo no quería hijos y me dijiste que estaba bien. Pero es que me enamoré de vos, dijimos que amantes pero yo te quiero para mi esposa y para mamá de mis hijos. En instantes la alegría de la noche, la nostalgia del mesero y su sonrisa de oreja a oreja, nuestro baile callejero, nuestros tropiezos con el rumano en la pista, su mirada deslumbrada todo se convirtió en desesperación, en angustia.
Mirá las cosas que hacés y que me maravillan, ¿a quién se le ocurre bailar con un ayudante de mesero?, solo a vos. No cambiás y eso me gusta de vos, que sos original, independiente y obstinada. Lo mucho que aprenderían nuestros hijos de vos. ¿Te imaginás llevándolos a la escuela, a entrenar, jugando con ellos? Me sentía en el fondo del mar, pataleando, moviendo los brazos angustiada tratando de salir a flote, pero algo me jalaba de nuevo hacia el fondo oscuro y frío.
Lo veía mover los labios pero no escuchaba lo que decía, mi mente estaba tan lejos de ese lugar. ¿Hijos? Hijos, hijos, hijos…, un eco ensordecedor repicaba en mi cabeza. No quiero hijos, no puedo darte hijos. Mi mente se bloqueó de nuevo. De nuevo me sentí atada de pies y manos. De nuevo el correr de prisa, huir y alejarme sin voltear atrás. Lo siento, no soy la mujer indicada para tu vida, yo soy la fertilidad que estás buscando. Merecés la familia que estás buscando y yo no te la puedo dar. Puse el anillo en la palma de su mano, me levanté y me fui del lugar.
El frío de las primeras noches del otoño me pegó de golpe en el rostro, como una bofetada, cuestinándome, acusándome. Caminé sobre la avenida Michigan, entre el bullicio y las luces de neón, a los pies de los rascacielos enormes, confinada en mi silencio, una vez más entre mis infiernos. Y lloré enfadada, mordí mis labios. Al filo de la madrugada tomé un taxi y volví a mi vida, la vida que decidí vivir a mi manera. Me dolió el amor del rumano como me han dolido todos los que han llegado a mi vida, pero no voy a renunciar a esta decisión de no parir. A ser infértil porque así lo quiero. El rumano se quedó en mi vida para siempre, entre las sombras de los árboles siento el olor de su piel junto a la mía, cuando leo libros acostada sobre el zacate.
Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado
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