El Registro Nacional de Casos de Tortura, que lleva control desde 2010, detectó durante 2017 a 1.408 víctimas que sufrieron 5.328 hechos de tortura o malos tratos o ambas de parte de los agentes penitenciarios. Estas cifras son de base, se estima que los casos son muchos más.
El trabajo para el Registro se realizó en 10 unidades penales de la provincia de Buenos Aires y en seis unidades penales y una alcaidía penitenciaria del Servicio Penitenciario Federal. También se relevaron víctimas en otras 14 cárceles federales, una alcaidía federal, seis unidades de servicios penitenciarios provinciales (Misiones, Córdoba, Santa Fe y San Juan) y tres institutos dependientes del Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires. Además, se relevaron víctimas en otras 23 cárceles del Servicio Penitenciario Bonaerense y siete centros cerrados del organismo provincial de niñez y adolescencia de la provincia de Buenos Aires.
De las 1.408 víctimas la mayoría son jóvenes de entre 22 y 44 años y hombres (87,9%), mientras que las mujeres representan el 11,9% y tres detenidas trans, que equivalen al 0,2% del total.
Los investigadores identificaron 11 tipos de torturas: agresiones físicas (866 hechos), falta o deficiente asistencia de la salud (830), aislamiento (823), malas condiciones materiales de detención (772), falta o deficiente alimentación (586), amenazas (354), impedimentos de vinculación familiar y social (340), requisa personal vejatoria (325), robo y/o daño de pertenencias (188), traslados gravosos (137) y traslados constantes (107).
Las agresiones físicas se presentan nuevamente como el tipo de tortura relevado con mayor frecuencia y marcan “la persistencia de la regularidad y sistematicidad de la violencia física penitenciaria, a través de la reiteración de hechos que incluyen actos combinados de golpes de puño, patadas, palazos, y en ocasiones incluyen otras modalidades de agresión como el uso de gas pimienta o lacrimógeno, el ‘criqueo/motoneta’ o el ‘Plaf-plaf’”, explican los investigadores. La “motoneta” consiste en esposar violentamente a la persona detenida, con los brazos atrás y levantados por encima de la cabeza. Y el “plaf-plaf” son golpes simultáneos con las dos manos en ambos oídos, que provocan aturdimiento.
“Los funcionarios estatales en los servicios penitenciarios relevados, además de mantener condiciones degradantes de vida, encerrar o aislar dentro del encierro, agredir físicamente, producir hambre y desatender la salud, impiden u obstaculizan los vínculos familiares, amenazan con más actos de violencia ya concretados generando sumisión e impunidad, requisan en forma vejatoria y humillante, roban y dañan las pertenencias de las personas detenidas, las trasladan en forma gravosa y/o constante”, dice el extenso trabajo.
La violencia ocurre desde el primer momento de la detención, dentro de las comisarías, durante traslados, en alcaidías, destacamentos. Casi la mitad de los casos se registraron en los grandes complejos penitenciarios del Área Metropolitana: Ezeiza (55%), Marcos Paz (30%) y Devoto (15%).
De acuerdo al protocolo de Estambul, la denuncia penal sobre torturas debe hacerse solo por pedido expreso de la víctima detenida. De ese modo, durante 2017 se registraron apenas 198 denuncias. El por qué de este silencio lo explica Alcira Daroqui: “Denuncian muy poco por dos motivos: porque el ámbito judicial no hace nada, otorga impunidad, y por miedo a que el Servicio Penitenciario los mate o los trasladen o los tiren a otro pabellón donde los maten otros presos. Con eso los asustan, los acallan. Y así y todo se producen algunas denuncias interesantes porque permiten demostrar cómo el Poder Judicial prácticamente archiva o esconde estos casos”.