La fila para la visita a la Unidad 33 de Los Hornos, en La Plata, está casi exclusivamente integrada por mujeres, niñas y niños. Cargadas con bolsas, pasan la requisa y van ingresando a uno de los pabellones donde viven las detenidas con hijos menores de 4 años. Tras abrazos y saludos, los chicos de adentro se mezclan con los de afuera en lo que simula ser por un rato un pedazo de vida normal, como si no existieran rejas, guardias y candados. Los bebés dormitan en cochecitos junto a las mesas donde se reúnen las detenidas con sus familias, y en un pequeño patio semejante a una jaula corretean los chicos.
En la U33 transcurre el encierro de 224 mujeres, 81 de ellas madres, y 72 niños y niñas. La mayoría están procesadas o condenadas por delitos de robo o menudeo de estupefacientes. La ley puntualiza que sus hijos podrán convivir con ellas hasta los 4 años, o sin límites de edad en el caso de que a la detenida se le conceda el arresto domiciliario, lo que sucede en ocasiones excepcionales. Cuando los pequeños alcanzan esa edad, si no tienen familiares fuera del penal van a parar a un hogar o instituto o, a criterio del tribunal de Menores, son dados en guarda provisoria o adopción a familias que han establecido una relación con ellos sacándolos a pasear mientras vivían en la cárcel. Sus madres, la mayoría sin familia ni vínculos con el exterior, acceden a estos paseos para que sus hijos conozcan lo que hay más allá de las rejas.
Ese es el caso de Marina, una joven boliviana de 24 años, que pronto será separada de David, su hijo nacido en la cárcel y que acaba de cumplir 4 años. Pero también desconoce el paradero de sus otros dos hijos, que estaban en un hogar de tránsito. “Me negaron el arresto domiciliario por peligro de fuga; tengo 15 años de condena. Firmé para que a mis otros dos chicos no se los llevara mi suegra a Bolivia y para que me los traigan o me lleven a verlos al hogar. Pero me dijeron que los sacaron de allí y los tiene una familia en adopción. Nunca firmé para que los adoptaran, pero no sabía leer, y parece que firmé eso y así entregaron a mis hijos. Ahora estoy aprendiendo a leer y escribir. A David se lo van a dar en guarda provisoria a una familia evangelista. Con mi marido, que es un golpeador y está preso, no quiero saber nada”, concluye.
Hace varios meses Abel Córdoba, titular de la Procuraduría Contra la Violencia Institucional (Procuvin), se refirió en una entrevista con Las12 acerca de las cárceles de mujeres, a este tipo de situaciones, y puntualizó que “aparecen casos, sobre todo en el sistema bonaerense, en los que hay asociaciones filantrópicas de clase media alta que promueven salidas con los chicos y la detenida ahí se encuentra en la disyuntiva de dejar a su hijo encarcelado o darlo para que algunos días esté afuera. Eso termina convirtiéndose en un modo de patronato y la pone en la situación de perder a su hijo, lo que sería una apropiación ilegal que aprovecha una necesidad que está reasegurada por la violencia del Estado”. No hace falta forzar la imaginación para recordar las “apropiaciones” de hijos de desaparecidas durante la última dictadura militar, algunos de cuyos responsables hoy gozan de “arresto domiciliario” habiendo cometido delitos de lesa humanidad.
Domiciliario para pocas
Es una mañana fría y húmeda, no hay calefacción y algunos vidrios están rotos. La bronqueolitis, dicen las madres, está a la orden del día y la atención médica es deficiente. En febrero pasado falleció a causa de esa enfermedad y de la deplorable atención de los médicos del Servicio Penitenciario un niño de 21 días, Santino Villalba. “No es el primero ni el último”, aseguran, y subrayan la necesidad imperiosa de que haya “pediatras las 24 horas para emergencias, tratamientos y atención permanente” de chicos, embarazadas y madres.
Hace unos días, el fiscal general Alejandro Alagia sostuvo que el Código Penal actual es “clasista, sexista y oligárquico”, causando gran revuelo entre los cultores de las penas máximas y las prisiones perpetuas. La realidad parece verificar sus dichos.
Rocío, de 28 años, está detenida con su hijo Tiziano de un año y ocho meses, procesada y sin condena. Fue apresada sin el niño y quiso ingresarlo en la Unidad 8 por las buenas, pero su abogado defensor no tramitó la inclusión, por lo que decidió retener a Tiziano en la visita. Casada legalmente con Lidia, fueron trasladados los tres juntos a la U33. Tiziano, que padece un retraso madurativo y requiere un tratamiento especial que no recibe, tiene el apellido de las dos. Ahora, Lidia está en condiciones de obtener el arresto domiciliario y llevarlo con ella para vivir en la casa de su hija. Sin embargo el juez interviniente considera que ese lugar “no se trata de un entorno familiar”, porque la vivienda está ubicada en una “zona roja”, pero que además Tiziano “no es hijo biológico” de Lidia.
En el caso de las mujeres, el arresto domiciliario, ley sancionada por el Congreso de la Nación en 2008 y procedente en infinidad de situaciones, casi no se aplica porque el operador judicial y el agente penitenciario constituyen dos filtros que generalmente no son atravesados. Esto la convierte en una ley “virtual” que casi nunca abarca a mujeres pobres, extranjeras, sin familia y de escaso acceso a la Justicia, características propias de la mayoría de las encarceladas.
Vanesa, de 36 años, se aloja con sus hijos de 2 y 3 años, y tiene otra de 9 afuera, en un hogar de tránsito. Su marido estaba detenido en la cárcel de Junín, donde lo mataron a puñaladas hace cuatro meses. Lleva dos años y medio presa y a partir del 19 de mayo estará en condiciones de obtener la libertad condicional y vivir con su suegra. Pero no tiene contacto con su defensor. “A la nena que está en el hogar hace dos meses que no me la traen a la visita. Mi otra nena está con broncoespasmo, a veces no hay antibióticos y el pediatra hace un tiempo que no viene. Si está, se queda de 14 a 20. Fuera de ese horario no hay atención para los chicos.”
Casi no hay hombres en la visita. “Vienen los hermanos a veces, y los novios nuevos –comentan las chicas–. Pero la mayoría de los maridos o parejas están presos o se borraron.”
Hablar para convivir
Las niñas y niños encarcelados son objeto de las mismas reglamentaciones penitenciarias que sus madres, hablan bajito y para adentro, manejan el idioma carcelario, se mueven en pequeños espacios, esperan parados que se abran las rejas, levantan los bracitos para que los palpen en las requisas y deben mostrar los objetos que les trae la visita antes de ingresar a los pabellones. Están alertas a los movimientos y perciben las tensiones ambientes y la angustia de sus madres; no es inusual que haya fricciones, a veces violentas, por cuestiones de convivencia.
“Soledad, de 26 años, estaba embarazada de seis meses cuando fue detenida en la brigada de Merlo, donde la sometieron a abusos y la hicieron dormir en el piso. Hace cuatro meses que está en la U33 y su bebé tiene diez días. Cuatro hijos más están afuera. La médica que atendió su parto en el Hospital Melchor Romero le diagnosticó anemia, diabetes y falta de hierro, sin embargo los médicos del penal dicen que no es así; sufre mareos y dolores de cabeza continuos, pero “la prioridad es el bebé, la detenida no tiene importancia”. Los hijos que tiene afuera están con su ex marido. “Hace dos años me separé de él por maltrato. Me obligaba a prostituirme trabajando en un privado, hasta que me di cuenta de que no me amaba y me escapé sin mis hijos. Un tiempo después me puse de novia con el papá de mi bebé, que está preso también, y terminé acá.”
Nora, de 36 años, hace 4 que permanece detenida. Había quedado embarazada en el penal de Magdalena, en una visita intercarcelaria con su marido. Afuera tiene dos hijas más de 19 y 14 años, que visitan a ambos padres. “Yo acepto mis errores, no acepto el hecho del que se me acusa, por el que recibí una condena de diez años y apelé”, subraya. Antes de llegar a la U33 estuvo un año en Magdalena con la población común, “soportando distinta clase de ‘verdugueos’, y fui cambiando aquí. Empecé a charlar con mis compañeras para encontrar una mejor convivencia para nosotras y nuestros hijos. El pabellón tiene capacidad para 30 madres y está superpoblado, eso traía discusiones graves de palabra y de hecho. Hablando mejoramos mucho y hay menos agresiones físicas”.
Su familia es contenedora, la visita y la ayuda. “Es todo un tema cuando tenés un hijo y estás presa. Primero pensás ‘no lo puedo criar acá, entre rejas’, pero también decís ‘no debemos separarnos’. Santiago pasa un mes afuera con sus hermanitas y mi familia, y 15 o 20 días conmigo aquí. Todavía no está en condiciones de ser externado, cuando está acá extraña lo de afuera y cuando está allá quiere estar acá. A veces se encierra en la celda, se ‘engoma’, llama a su hermana y busca la mochila para salir. Le hacemos control psiquiátrico y psicológico. Es una lucha defender el vínculo con nuestros hijos. Yo acá conocí mis derechos y los de los chicos a partir de la injusticia, reclamando, tratando de penetrar el silencio, la falta de respuesta, el encierro en todos los sentidos”, concluye.
Otras, en cambio, se encuentran en un abandono completo, sin familia, sin recursos económicos, sin defensa judicial y a expensas de lo poco que brinda el penal para alimentar y vestir a sus hijos, siempre con la amenaza de que a los 4 años se los llevarán a un hogar o quién sabe a dónde. Algunas, vencidas por la depresión y la angustia, se “cortan”, se hieren en brazos y piernas como forma de reclamo. Para pedir atención para sus hijos, para horadar el silencio, la indiferencia y los muros que las apresan.