La Plaza 25 de Mayo, en pleno centro de Pergamino, ocupa toda una manzana. En el centro se eleva la figura de José de San Martín y hacia una de las esquinas gira la calesita desde hace ya varias décadas. Es sábado 2 de diciembre y la tarde se despliega con un calor pesado, que anuncia lluvia. En la esquina de avenida de Mayo y 9 de Julio lentamente se reúne la gente que, por novena vez, va a marchar en reclamo de justicia por los asesinatos de Sergio Filiberto, Fernando Latorre, Franco Pizarro, Alan Córdoba, Juan José Cabrera, John Claros y Federico Perrota, ocurridos el 2 de marzo de este año. Ese día, los siete chicos, que se encontraban detenidos en la comisaría primera de la ciudad, fueron víctimas de la decisión policial de dejarlos morir. Luego de que se iniciara un pequeño incendio en la celda 1, los policías no hicieron nada para detener las llamas que se expandían y terminaron con la vida de los chicos.
Desde hace nueve meses, sus familiares y un grupo de vecinos, reunidos en el grupo “Justicia x los 7” recorren un camino cargado de dolor, pero también de una lucha tenaz. Se movilizan, viajan a donde los invitan para denunciar el accionar policial, apuntan contra un sistema judicial que permite que el comisario Sebastián Donza, a cargo de la comisaría cuando ocurrió la masacre, todavía se encuentre prófugo. De los otros cinco policías implicados, Matías Giulietti, Carolina Guevara, César Carrizo y Sergio Ramón Rodas tienen arresto domiciliario, mientras que Alexis Eva está detenido en el penal de Campana.
Explicar el 2 de marzo de 2017 es sencillo: a los chicos los habían encerrado por una pelea que ya había terminado y en la celda 1 engomaron a los siete, dos de los cuales se habían enfrentado; cuando comenzó el incendio, los uniformados hicieron caso omiso a los gritos de los detenidos que pedían ayuda; dentro de la comisaría había matafuegos y nos los utilizaron; desde la comisaría nunca llamaron a los bomberos y cuando llegaron, bastante tiempo después, los policías entorpecieron los trabajos de rescate; los uniformados ni siquiera abrieron el agua para que los detenidos pudieran accionar las duchas del calabozo; el fuego, que en un principio era controlable, se expandió durante cuarenta minutos; en la comisaría había 19 detenidos, cuando su capacidad es para 18; los policías argumentaron que no pudieron encontrar las llaves que abrían las tres rejas para acceder a las celdas, por lo cual los bomberos tuvieron que apagar las llamas desde la primer reja (y más lejana del calabozo); la reconstrucción del hecho efectuada por la justicia comprobó que pasó bastante tiempo hasta que ardieran los colchones, a lo que se suma que desde 2005, después del incendio en la cárcel bonaerense de Magdalena en la cual murieron 33 detenidos, es obligatorio que los colchones sean ignífugos; el peritaje acústico realizado después de la masacre reveló que los gritos de los presos se escuchaba desde casi una cuadra; también en 2005, la Corte Suprema de Justicia declaró que el encierro en comisarías es inconstitucional porque no garantiza condiciones dignas de detención.
Mientras en la comisaría los pibes luchaban por sus vidas, sus familiares comenzaban a llegar y en la calle algunos policías les decía que estaba todo controlado. Cuando esa noche se anunciaron los nombres de los chicos muertos, en Pergamino –y en los medios nacionales- ya circulaba la versión de que había ocurrido un motín. Nada más equivocado. Como sostienen hasta el día de hoy los familiares de los pibes: “No fue un motín, fue una masacre”.
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La marcha, de unas cien personas, se planta en la avenida de Mayo y avanza por el centro de la ciudad. Se repiten los nombres de los chicos y la respuesta es un “¡Presente!”, que retumba entre los transeúntes que ven la movilización con caras de absolutamente nada. En Pergamino, una ciudad conservadora, que en 2015 la mitad de la población optó por Cambiemos, y en donde el ritmo de la cosecha de la soja (y sus majestuosos dividendos) marca el pulso, los reclamos de los familiares de los siete chicos son casi una odisea que debe sortear prejuicios, críticas y opiniones que rozan el racismo. El “algo habrán hecho” en Pergamino todavía goza de muy buena salud.
Cuando la marcha llega a la peatonal hay apenas tres cuadras hasta la comisaría. Los gritos exigiendo justicia se mezclan con los carteles en alto con la cara de los chicos. Alrededor, las personas que compran en los negocios o toman café o cerveza en los bares siguen mirando. Un señor pasa y aplaude. Otro pibe, parado al lado de un kiosco, levanta un puño. No más que eso. Pero los familiares y los vecinos hacen sonar sus gargantas y agitan a una ciudad que, en muchas ocasiones, duerme el largo sueño de la comodidad.
En la esquina de la comisaría los gritos estremecen. Hay una valla blanca y detrás siete policías con cascos, chalecos y escudos. A mitad de cuadra, en la entrada de la comisaría, tres o cuatro uniformados más miran la escena. Los nombres de los pibes resuenan cada vez más fuertes. Sobre las vallas están las madres de los chicos, que les gritan en la cara a los policías. Imperturbables las caras de los uniformados, salvo de dos que miran el suelo y no se atreven a levantar los ojos. Todos les gritan: que digan a dónde escondieron al comisario Donza, que por qué no hicieron nada cuando el fuego lo devoraba todo, que fueron nueve meses en que las madres llevaron en sus vientres a los chicos que ahora no están. Y entonces estallan los llantos. Y en ese preciso momento, del cielo gris empiezan a caer gotas. Gotas pesadas, como el dolor y la rabia de los familiares de los chicos. Pero también son gotas refrescantes, como la lucha que hace nueve meses encabeza ese puñado de personas en Pergamino.
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Cuando la valla blanca y los policías con caras de nada quedan atrás, el último tramo es hasta la municipalidad. Es apenas a una cuadra, a la vuelta de la comisaría. El silencio ahora acompaña los pasos, pero se rompe cuando Ana, la abuela de Fernando Latorre, comienza a gritar “¡Justicia, justicia!”. Ana camina despacio y la voz le nace de lo más profundo. En sus gritos deja todo. En el resto de su voz está la memoria de su nieto.
Frente a la municipalidad, custodiada por otra tanda de policías, los familiares leen un comunicado. La lluvia amaina y los recuerdos laten. En la declaración, apuntan al Estado, no por omisión, sino por su profunda estructura represora. La masacre fue “perpetrada por una policía de exterminio a lo largo de la historia y que descarga su crueldad sobre los más vulnerables”, afirman.