Todos, de alguna manera, como el río, pasamos por ahí y nunca vimos nada. Empleados, domésticas, taxistas, albañiles, hoteleros, choferes, pasajeros, sacerdotes, periodistas, abogados, madres, padres, abuelos, tíos. No queda un adulto libre de sospecha. No existe presunción de inocencia en la ciudad de las inocencias estaqueadas.
La nena de once años contó que a todos los hombres les dijo: Yo no quiero esto. A ninguno le importó. Cuesta imaginar la larga fila de violadores anónimos. Invisibles, indiferenciados detrás de la monstruosa normalidad urbana. Ticket en mano. Ansiosos por hacer valer su derecho de propiedad sobre los cuerpos rotos.
La culpa suele ser la peor enemiga de las víctimas de prostitución infantil. Los victimarios saben muy bien cómo sacársela de encima. Algunos ni siquiera la conocen. Ellas, en cambio, condenadas a quedarse en sus cuerpos mal usados, no saben dónde esconder el alma. A los ojos de los que no las vimos se convierten en impuras, y a sus propios ojos en algo peor. Como si el mal residiera en ellas, como si fueran el motor de la infamia.
Los clientes que no querían cuidarse pagaban una tarifa más alta, tal vez para amortizar el costo de eventuales abortos. La pareja que las prostituyó no eran improvisados. Conocen el oficio, las esquinas, las miradas precisas. Saben a quién, cómo y cuándo acercarse.
Todo ocurrió en un hotel alojamiento de Plaza Miserere, en medio de la ciudad y a plena luz del día. ¿Cómo fue que no las vimos? Que todavía no las vemos. Llevadas de la mano entre la gente, con su miedo sin fin y sus vestidos pobres. ¿Y qué haríamos si alguna vez las viéramos y nos pidieran auxilio desde el fondo de sus ojos mudos?