Portarretratos

PORTARRETRATOS

La casa la habían comprado con el marido antes que diera a luz a Lucía, la única hija que tuvieron, de eso ya hacía cincuenta y dos años. Era un chalet que armonizaba con el resto de las viviendas de un barrio arbolado y tranquilo, entre Lanús y Remedios de Escalada en el sur del gran Buenos Aires.
Cuando ya había nacido la nena, hasta hicieron planes de agrandar la casa o hacer un departamentito atrás para cuando se casara.
Lucía no se casó, el marido falleció y las dos mujeres hicieron su vida solas desde hacía quince años.
Siempre se las veía juntas, salían a hacer las compras, baldeaban la vereda, cuidaban el jardín, y los domingos iban y venían de la iglesia, la madre vestida de negro y la hija de un gris subido de tono.

Para los vecinos Agustina era un modelo de madre, siempre cuidando de su hija, eran inseparables, parecía que el estar siempre juntas, asistir a misa, ocuparse de la limpieza y el jardín, aunque nunca se advirtiera alegría en sus ojos, cumplía con los cánones del amor filial del vecindario.
Lucía había tenido dos novios antes de la desaparición de su padre, uno que conoció en su juventud en la parroquia y el segundo, años más tarde, el hijo de un almacenero del barrio, ambos de buena familia, como solía decir su madre, pero los dos desistieron del noviazgo. La férrea vigilancia de sus progenitores, que no concebían no participar en los planes de su heredera, frustró las esperanzas de los novios de poder imaginar un futuro al margen de sus probables suegros.

Madre e hija guardaron escondidos resentimientos, aquella porque consideraba que Lucía no fue lo suficientemente tenaz para retener a ninguno de los dos novios que tuvo y que la privaron del cariño de algún nieto, y ésta porque culpaba a la intromisión de sus padres la causa del rompimiento con sus parejas.

Los resentimientos quedaron guardados, nunca se expresaron, pero fueron amargando el carácter de una y otra. Cada una intuía las razones de la otra pero las dos, en tácito acuerdo, decidieron que de eso no se debía hablar y así fue.

Ambas se abocaron al mantenimiento de la casa y a conservarla como estaba al fallecimiento del padre, ni un mueble, un cuadro, un florero o un portaretrato abandonó su lugar original.

La vida fluía, todo estaba en el orden establecido, la rutina no tenía variaciones, el desayuno, la limpieza, la cocina, el almuerzo, la siesta, la hora del mate, la novela de la tarde, el noticiero de la televisión, la cocina, la cena, el lavado de los platos, la cama y al otro día volver a empezar. Sólo variaba los sábados y domingos con otra rutina que se repetía cada fin de semana.

Ese jueves no parecía ser distinto, estaban tomando los acostumbrados mates cuando sonó el llamado del timbre. Lucía observó por la mirilla y le dice a la madre:
-Hay tres mujeres, parecen evangelistas, ¿qué hago?
-Bueno abriles, al fin y al cabo trabajan en algo espiritual y hace tanto calor, que estarán agotadas las pobres.
Cuando les abre se presentan como Misioneras Cristianas y Lucía les dice:
-Pasen, estoy con mi mamá.
En el comedor está sentada la madre que las recibe cordialmente
-Buenas tardes, estoy con mi hija tomando mate, ¿si gustan?
-Ah, qué bien en familia, nosotras también somos familia, dice la mayor.
-Ella es mi hermana Ernesta y esta pequeña es mi sobrina Mariana, nada mejor que la familia, como nos enseñó Jesús.
Entre mate y mate, la conversación fue derivando de la familia, a los caminos de la fe, a la casa y el barrio.
Fueron desfilando termos y bizcochos, pasaba el tiempo y la más grande mantenía activa la conversación.

En tanto Lucía miraba inquieta a su madre pues no advertía que fueran a decidir terminar la visita. Se estaba acercando la hora de preparar la cena, ya habían perdido la novela y el noticiero y no se veía a ninguna tomar la iniciativa, asimismo percibe que las tres visitantes ahora intervenían vivamente.

La madre notó la inquietud de Lucía y que la charla iba derivando más a temas relacionados con la casa y ambas advierten que las extrañas mujeres se expresan como si fueran ellas las habitantes de la misma.
Les inquieta sobremanera que de pronto, la llamada Ernesta se levante y ponga en el medio de la repisa, los dos candelabros que estuvieron durante veinte años uno a cada lado de la misma.
Luego las mira, y con absoluta normalidad expresa:
-¿Así quedan mejor, verdad?

La nerviosidad y el malestar iban en aumento, la plática y esas actitudes no les resultaban para nada agradables y el reloj que apuraba las horas, les generaban mayor angustia y una incómoda opresión.

Lucía, con ahogo y con algo de temor hace la pregunta que su madre no se anima o no se le ocurre hacer.
-Perdón, no quiero ser descortés, pero nosotras debemos cenar e irnos a dormir, si quieren, pueden venir en otro momento y seguimos la conversación.
-Es que nosotros no nos vamos, vinimos para quedarnos, manifiesta la mayor. – Ya estaba dispuesto que debíamos ocupar nuestra casa y hoy es el día, así lo dispuso el Señor.
-¿Su casa, el Señor?
-Esta casa la compramos con Fidel mi marido, acá nació y creció mi hija, acá murió mi esposo, ¿pero de qué hablan?

La pregunta queda sin respuesta.
Entre tanto la llamada Mariana, indiferente, mira a su madre y le pregunta:

-¿Mamá puedo ir a dormir?
Aquella asiente, y la joven marcha al dormitorio con naturalidad, como si siempre hubiera vivido ahí.

Agustina lanza un grito mezcla de miedo y desconcierto mientras estrecha a Lucía en un abrazo por muchos años ausente, en tanto que ésta, por sobre sus hombros, observa con espanto, que en cada uno de los portaretratos acomodados desde siempre sobre el aparador, aparece la imagen sonriente de las tres extrañas visitantes.