Ya van 55 pibes que mueren tras recuperar la libertad

El asesinato de Lisandro Cuenca fue el disparador: fue sólo una semana después de salir. “No hay ningún mecanismo institucional de seguimiento una vez que los chicos recuperan la libertad”, dijo Mauro Testa, del Colectivo de Investigación Militante sobre los Jóvenes y el Poder Punitivo. “Nos pusimos a pensar qué sucedía una vez que salían: o siguen en el sistema penal, o consiguieron trabajo y rearmaron su vida. O murieron”. Intentaron averiguar quiénes seguían privados de la libertad pero la Corte Suprema no les dio la información. Entonces empezaron a monitorear los medios de comunicación: “Es un registro muy artesanal, que creemos que debería hacerlo el Estado”, explicó Testa. Calculan que mueren 10 por año.

Jonatan Retamoso se la rebuscaba: estaba terminando la primaria y tenía un hijo recién nacido. A veces se quedaba en lo de la mamá y otras dormía en las calles del barrio Las Flores. A los 16 ya había entrado cinco veces al IRAR. La última fue porque su suegra lo denunció por abuso sexual de una de sus hijas, una nena de 8 años. Jonatan apareció ahorcado con una sábana en su celda.

“¿Cómo hace un pibe de un metro setenta para colgarse de unos barrotes que estaban a metro y medio del piso?”, dijo Ramiro González, abogado de la familia de Jonathan. Los penitenciarios desataron la sábana antes de que llegaran los forenses. El abogado denunció que se modificó la escena del crimen y que no se investigó la sábana: cuando una persona se suicida, se tiene que analizar si el elemento resiste el peso el cuerpo. Tampoco se convocó a la policía para hacer una reconstrucción del hecho. El juicio se había archivado pero a fines de marzo el juez de apelaciones lo activó: pidió que se investiguen las pruebas ofrecidas por la fiscalía y la querella.

El IRAR se creó en 1999 con la idea de que los jóvenes estén en un lugar diferente de los adultos: van pibes de entre 16 y 18 años de todo el sur de Santa Fe. A los del norte les toca el Pabellón Juvenil de la cárcel Las Flores. Al principio lo manejaban operadores civiles. En mayo de 2007 un joven murió incendiado en la celda. Lo encontraron con el 80 por ciento del cuerpo quemado. En ese momento sacaron a los operadores e incorporaron agentes penitenciarios. Recién en 2009 apareció la figura del ‘acompañante juvenil’. No tienen tareas de seguridad: juegan con los chicos, charlan, sirven las comidas y participan las actividades.

Elías Bravo le robaba a los que vendían droga. Sus objetivos preferidos eran los búnkers del barrio Ludueña o Empalme. Tenía 17 años y manejaba una moto Honda Falcón que era la pesadilla de los traficantes. El 15 de octubre de 2011 estaba en la esquina de la casa con su novia. Lo pasaron a buscar, fue hasta el búnker del pasillo de French y Felipe Moré. Ahí, unos pibes que lo seguían en auto le dispararon 30 veces.

Cada vez que el Instituto sale en los medios, llegan los cambios: mejoras edilicias, disminución del nivel de hacinamiento. “No discutamos no si está más limpio o más sucio: discutamos si tiene que existir”, dijo Testa. “El ideal resocializador no sucede ni aquí ni en ninguna cárcel del mundo. Los pibes salen y están en la misma que antes, vuelven a los barrios y, mientras debatimos, se murieron 50 chicos”. Proponen pensar cómo se encierra y a quién se encierra.

En 2010 el Colectivo hizo un relevamiento sobre 48 jóvenes que entraron en el primer semestre del año. El 94 por ciento era de barrios periféricos de la ciudad (villas miseria, asentamientos, viviendas populares). El 83 por ciento no había terminado la primaria y ninguno la secundaria. Un cuarto no vivía con ninguno de los padres, el 44 por ciento sólo con la madre y el 21 tenía a alguno de los padres muertos.

A Mauro Riquelme le decían El Gordo y tenía 18 años. El 12 de junio caminaba desde su casa hasta el taller, en el barrio Ludueña cuando se acercaron dos hombres armados en moto. “La gente me cuenta que primero le tiraron un balazo en la espalda, él se cayó y cuando estaba en el piso le siguieron tirando”, dijo a El Ciudadano la mamá, María Elena. Ella lo acompañó en el patrullero hasta el hospital, donde murió. “Le pregunté quién le tiró, pero me decía que no sabía porque el asesino tenía casco”, contó. Mauro había pasado varias veces por el IRAR, estaba de novio y hacía talleres de carpintería.