Su inicio, plagado de implacables cosmovisiones religiosas allá por el siglo XIII d.c., responde al desarrollo germinal de un poder político y económico concentrado en pocas manos y a la necesidad de los sectores dominantes de proteger, obcecados, su posición de privilegio. La visible simultaneidad tempo-espacial del primer modelo inquisitivo, el incipiente devenir del mercantilismo y el auge de la expansión territorial con ánimos imperiales (y/o evangelizadores) en pleno ocaso de la edad media europea y ya durante los siglos XVIII y XIX la también evidente relación entre el desarrollo de las penitenciarías modernas, la revolución industrial y la aparición de los primeros códigos penales protagonizados excluyentemente por la exaltación de la persecución estatal de los “delitos contra la propiedad privada”, son una clara evidencia de lo que aquí se enuncia.
Seleccionar a los destinatarios de la persecución oficial es, quizás, el hábito más destacado del sistema penal. Que los elegidos siempre sean los mismos, también. En plazas públicas o en oscuros pabellones carcelarios. La lógica es, más o menos, equivalente. Desde la autoridad no sólo se define arbitrariamente qué conducta es “delito” y qué conducta no lo es, sino también quiénes entran en el grupo de los “perseguibles” o, dicho en otros términos, quiénes responden a las características prototípicas del “hombre delincuente” de la época. Hoy los jóvenes pobres y marginales, con gorrita y “llantas” con resorte; “ayer” los subversivos proclives a la violencia armada; “anteayer” los anarquistas o comunistas depositarios del “virus rojo”; y “hace ya varias semanas” los herejes y las mujeres, cual genuinas brujas naturalmente próximas al mismísimo Lucifer. En Estados Unidos, los negros; en Europa, los inmigrantes; después de la caída de las Torres Gemelas, las personas con rasgos árabes y así una voluminosa lista de “clientes”, muy diferentes entre sí, pero con un contundente y harto estigmatizante denominador común, precisamente el hecho de comprometer “real” o “imaginariamente” las reglas de juego del poder central.
El sistema penal no resuelve conflicto alguno, de hecho semejante propósito jamás estuvo en los planes de sus “ideólogos”. Cualquier afirmación en contrario debe ser leída como una descarada exageración apologética o como apenas una suerte de recurso común (hipocresía, maquillaje y sobreactuación mediante) de los sectores a los que venimos haciendo referencia, con el mero afán de justificar un instrumento de y para pocos bajo la aparente necesidad de todos. Millones de conflictos pasaron por sus redes, y nunca, nunca, nunca mejoró en algo la situación que motivó su puesta en marcha.
El sistema penal agrava la problemática de origen (e incluso genera nuevas y más graves controversias). No satisface el interés de la víctima, no da oportunidad alguna al victimario de reparar el daño ocasionado ni tampoco permite el arribo a eventuales acuerdos entre ambos. El sistema penal se burla de todos nosotros cada vez que sugiere lo opuesto a través de los habituales generadores de “discurso hegemónico” (comunicadores de medios masivos, académicos, científicos, etc.) y/o buena parte de los políticos profesionales que, con muchísimo oportunismo y poca audacia, rezan punitividad cual profecía o revelación. No saben qué decir o lo saben mejor que nadie. Más allá de las buenas o malas intenciones de propios o ajenos, la creatividad o lo que alguna vez denomináramos “imaginación no punitiva” brilla por su ausencia, desde izquierdas a derechas, pasando por todos y cada uno de los espacios políticos existentes.
Si, como ocurre en la actualidad en nuestro país, a casi mil quinientas conductas tipificadas como “delito” (diametralmente distintas unas con otras, desde el hurto al genocidio, pasando por una pintada callejera, un asesinato o una rotura de neumático) le damos idéntica respuesta (la cárcel), ¿en qué cabeza cabe que, como consecuencia de ello, se pueda llegar a obtener algún tipo de resultado medianamente positivo? A veces tales afirmaciones suenan demasiado obvias e irritan (o deberían irritar) a cualquiera que se jacte de tener un cierto margen de raciocinio crítico o, al menos, una dosis moderada de sensibilidad humanista.
Resumiendo: si un sistema penal responde a intereses sectoriales, no tiene en cuenta a las partes directamente involucradas, multiplica violencia social, reafirma desigualdades estructurales, agrava la controversia que supuestamente tendría que solucionar y con escasísima imaginación pretende resolver problemas humanos cual fórmulas matemáticas (entre muchísimas otras estupideces/incoherencias, que por cuestiones meramente expositivas ahora mismo no he de mencionar) ¿qué otra opción, más que abolir todo este desastre, tenemos a nuestra disposición si realmente pretendemos cambiar el perverso transito de los acontecimientos en la materia que aquí nos ocupa? En lo personal, creo que ninguna.
* xxxxxxxxxxxx*
Nota(1) En 1215, de la mano del Papa Inocencio III, el castigo y la persecución de los enemigos naturales del statu quo fue organizado institucionalmente, a partir de la instauración de la Santa Inquisición, a través del IV Concilio de Letrán, impulsando lo que para muchos supone la configuración del primer “sistema penal” moderno. De esta forma los problemas del común de la gente dejaron de ser conflictos interpersonales, para transformase en ofensas directas a Dios y la autoridad terrenal de turno. Los protagonistas de estas dirimencias dejaron de ser vistos como sujetos, para empezar a ser reconocidos como objetos. Sin identidad, voz ni voto. El conflicto social/”delito” fue asimilado al pecado; la “pena”, a la expiación de la culpa y/o purificación del alma; y el “proceso penal”, al mecanismo formal en el cual el individuo descarriado podía llegar a reconciliarse con la divinidad a través del fantástico recurso de la confesión. Reconciliación que –vale aclararlo- siempre tuvo lugar fuera de las fronteras del mundo fáctico de los mortales, pues confesar e incluso arrepentirse públicamente no garantizaban de modo alguno evitar morir de la manera más sádica, cruel y enfermiza o incluso padecer las más feroces torturas.