Era esmirriado, con piel de pasa de uva o de esos pétalos que uno encuentra conservados dentro de los libros que se asfixian en las cajas olvidadas en los garajes. Me hizo acordar a mi abuelo Paco. Estaba prolijito, con una boina y lentes de marco negro, camisa a cuadrillé bajo un chaleco de lana. Como si eligiera su ropa cada mañana con especial dedicación. Lo liso del pantalón delataba un planchado matutino que contrastaba con su dermis de papiro inmemorial.
Me dio ternura y de repente, miedo.
El ambiente, que minutos antes estaba tranquilo, multitudinario de canticos y fe de poder incidir en la historia, en poco tiempo se había puesto tenso y un desfile de ensangrentados empezaba a merodearnos y obligaba a los manifestantes a retroceder.
Las fuerzas de seguridad comenzaban su show.
Esferas de metal con gas lacrimógeno levitaban sobre la multitud como pelotas de handball.
Miré a mi alrededor: mucha gente, previsora frente a los eventos del jueves había llevado pañuelos para prevenir un posible ataque intempestivo de gas pimienta, y de yapa, limón.
Una mujer, parada junta a otra contra la pared lo advirtió: “abuelo, ¿no se trajo una bufanda?”
Volví a mirar al señor, todo arregladito y con ojos grandes de aceituna que espera un milagro. Lo imaginé vistiéndose para ir al Congreso a protestar por una reforma que claramente lo perjudica, que ajusta a los sectores más relegados, como si no existiera ningún otro para ajustar. Lo imaginé. Un “sin voz”, como todos los abuelos, sus años mozos ya pasados, un señor a quien quizá sus hijos ya no prestaban atención, quizá ya había despedido a su gran amor… en un segundo miles de hipótesis se me pasaron por la cabeza en torno a sus posibles vidas, sobre el destino de geriátrico o de olvido al que nos relegan al final de las nuestras, y lo admiré, por estar ahí, como muchísimos otros viejos.
Un ratito antes nomás, otro abuelo, de esos que llamo “abuelo moderno”, con zapatillas de resorte y paso firme nos había increpado a ir hacia adelante “así nos ven”.
Pensé en lo que significaba para esos señores estar ahí, reclamando por su futuro.
Y pensé en los que repiten como loros que “ahí sólo van planeros y violentos”, que los que van ahí solo van a hacer quilombo y ni saben por qué van… y los re puteé interiormente porque nunca participaron del destino de los suyos y no saben del compromiso y la sensibilidad social de la gran mayoría que reclama por vivir de una manera más digna.
– “Abuelo, ¿no se trajo una bufanda?”, repicaba la voz preocupada en el aire
El señor miró a su alrededor.
Luego se miró el cuello de la camisa.
Era fino, corto. Una típica camisa de verano.
Probó de levantarlo un poquito a ver si le llegaba a la nariz. No hubo caso, apenas al cuello. Volvió a evaluar a su entorno.
Lo sentí tan indefenso que le habría dado un abrazo.
Se dio por vencido y siguió con la mirada alta como quien está convencido de que su presencia conmovería a los que de corazón sólo llevan una calculadora y en sus decisiones el tufo de la cuenta bancaria siempre lista para acumular lo que sus pactos espurios les conceden.