El capitalismo en su verdadera dimensión, explotación, violencia y desigualdad.

(Federico Ramallo/APL)La concepción ideológica dominante hace constantemente referencia a los procesos de la globalización y las nuevas oportunidades que trae consigo: acceso a nuevos mercados, transferencia de tecnología, aumento de la productividad y mejores niveles de vida. Tan sólo en lo que a sus expresiones tecnológicas concierne, se afirma que la globalización podría tener alcances sumamente beneficiosos para la humanidad. Nunca como antes el hombre había contado con tantos medios para erradicar muchos de los trastornos sociales y económicos que han caracterizado los últimos siglos. No obstante, es evidente también que la globalización tiene dimensiones concretas y objetivas que se constituyen en amenazas a  la igualdad, la justicia social, el equilibrio ambiental, etc. y que resultan por lo tanto nocivas para los intereses de los ciudadanos, de la gente común, para los excluidos del poder económico, político o mediático. En la actualidad, la propiedad privada de los medios de producción, la actividad económica regida por los mercados y el beneficio, siguen siendo la motivación fundamental del sistema (salvar el capitalismo a cualquier precio es la consigna).  Sin embargo, esta expresión del capitalismo global tiene un carácter diferente al pregonando.  Es un capitalismo en su versión salvaje, especulativa, duro, móvil e implacable.

El capitalismo global que  transforma a todo el planeta en capitalista o enormemente dependiente de los procesos económicos capitalistas,   se presenta ahora como “necesario, saludable y equilibrado”. Impera sin fisuras como la ideología “más exitosa” de la historia humana. Sus ímpetus son descritos como incontrolables, como “fuerzas de la naturaleza”. La globalización se concibe como algo que tiene vida por sí misma, un fetiche que existe independientemente de la voluntad de los seres humanos, inevitable e irresistible.  En este sistema absoluto no caben alternativas o estrategias que pretendan cuestionar su lógica, tal como lo expresara el presidente Alberto Fernández días atrás al decir: «no creo sinceramente que exista alternativa al capitalismo». Cualquier intento por pensar que las cosas puedan ser distintas es una utopía.

CAPITAL FINANCIERO Y DESTRUCCIÓN HUMANA

Sin embargo el capitalismo en su «verdadera dimensión», la social, arrostra consecuencias adversas para la gran mayoría de la población.

El capital financiero en su búsqueda de ganancias -ocultándose en paraísos fiscales y lucrando en las economías más débiles- destruye a su paso formas de subsistencia locales, destruye la industria nacional, condena de muerte a las pequeñas y medianas industrias y lanza al desempleo a millones de trabajadores en todo el mundo.

Las corporaciones, los especuladores y los agentes financieros arrebatan el poder a los ciudadanos, sometiéndolos a la simple condición de consumidores. El ciudadano se ve sometido a un proceso de degradación de sus derechos que le convierte en un mero factor dentro de la lógica lucrativa. Vale únicamente en cuanto a su capacidad de consumo, y ni siquiera en esta dimensión se adquiere cierta autonomía, pues tras la supuesta “soberanía del consumidor”, está el poder de las corporaciones, de los Mass Medias y del Estado,  que determinan e influyen en los precios y los costos manipulando y condicionando la respuesta del consumidor.

Esta circunstancia conforma un credo regido por el consumismo, la competitividad y el hedonismo. El individuo prototipo es un ser insolidario, que se atiene a las normas únicamente porque le resulta provechoso y obtiene una ganancia. La expresión cínica del más puro darwinismo social que degrada la condición de ciudadano reduciéndola al homo economicus. Esto constituye una de las expresiones contemporáneas más evidentes de exclusión. Tal y como lo señala Win Dierckxsens, los pueblos que no tienen vínculo con el mercado no tienen derechos económicos ni sociales; en otras palabras, no tienen ciudadanía, y al no tener ciudadanía tampoco tienen derechos humanos.

VIOLENCIA ESTRUCTURAL

De acuerdo con esta premisa, la estratificación social podría considerarse entonces un mecanismo para el mantenimiento de un orden social, producto y reflejo del dominio de una clase social sobre otra, así como, una clara manifestación de la violencia presente en el mismo ordenamiento social y económico.

Este tipo de violencia estructural alude al ejercicio de la desigualdad opresiva, legitimada socialmente, que genera un efecto nocivo en la ciudadanía y promueve el establecimiento de una espiral de violencia.

Por ello la estrecha vinculación entre justificación de la violencia e intereses sociales dominantes muestra que, en definitiva, la violencia no es medida por sí misma, sino por sus productos. Se justifica aquella violencia que favorece los propios intereses, lo que, al interior de un orden social establecido, significa el apoyo a los intereses dominantes (Martín Baró, 2000: 377).

Estado, mercado y disciplinamiento configuran el triple dispositivo que la modernidad ha conjurado para configurar un determinado tipo de naturaleza del dominio de la «violencia» con la falsa promesa de encuadrarla y eliminarla. En este sentido el acto de conjura empleado, implica la instalación de una falsa conciencia en donde el  deseo de impedir, evitar o alejar como el de invocar o convocar a la violencia se confunden en un mismo objeto  argumentativo.  Los dispositivos de conjura propuestos adquieren entonces, carácter de medios para la dominación: creados con el pretexto de  impedir, evitar o alejar la violencia,  demandan, ejercen usan   y abusan de ella.

PRODUCCIÓN DE CUERPOS DÓCILES

 Desde el discurso que ofrece  la lógica  imperante, la superación de la guerra de todos contra todos se logra cuando cada uno transfiere la violencia al Estado, con lo cual se establece una violencia mayor, capaz de imponerse a la comunidad en su conjunto. Así, la violencia asociada a la escasez se ha pretendido resolver por medio de la división del trabajo que fragmenta al cuerpo social verticalmente entre explotadores y explotados. Sin embargo el  disciplinamiento, producción de cuerpos útiles y dóciles inherente al proceso de individualización (Foucault, 1989b) ha devenido en la creación de sujetos ensimismados y angustiados, incapaces de relacionarse con otros de maneras que no sean la competencia o la enemistad. A estos sujetos escindidos de sus medios de socialización, privados de lazos afectivos o comunitarios solo les queda entonces, ejercer la violencia contra sí mismos o contra otros, pues su condición solipsista los arroja al desconocimiento y desmentida de la alteridad.

En este marco  de competencia y enemistad, la violencia se erige -entre otras formas- como condición fundacional de las instituciones y las Leyes y persiste más allá de esta fundación, al punto de  configurarse como una Ley en sí misma, moldeando las estructuras perceptivas de los sujetos sociales al  crear un entretejido de argumentos que le da sentido ordenador de la realidad toda. Así, la violencia se halla en la base de cada uno de los conceptos constituyentes de la arquitectura del imaginario político-jurídico y social moderno.

La noción de orden, tanto en sentido metafísico, como en efectos fenoménicos, nos arroja  inexorablemente al terreno de la confrontación. Decidir qué lugar corresponde a cada cosa, quién lo determina, quiénes se favorecen y quiénes no del ordenamiento y qué transgresiones son permitidas, implica una vez más, la instauración de un relato fundacional que legitime lo constituido mediante el ejercicio de la violencia legitimada, mediante un proceso por el cual la  naturalización de la misma  se sustenta básicamente en algunas construcciones culturales de significados que atraviesan y estructuran nuestro modo de percibir la realidad. Como es natural imaginar,  las instituciones en general y las Estatales en particular,  no  son ajenas a la construcción de estos significados.

CRISIS CIVILIZATORIA

Las instituciones, concebidas categóricamente como “hechos sociales”, – según el concepto acuñado por el sociólogo francés Émile Durkeim- son fuerzas colectivas del obrar o de pensar anteriores y exteriores a los sujetos.

Esas formas tienen un poder de coacción externa sobre los colectivos sociales, al punto que éstos quedan absorbidos por ellas, prestándoles un conformismo u obediencia inquebrantable, por lo que las estructuras sociales, -activo intangible que se manifiesta en la forma de confianza en las personas y en las instituciones, en la cooperación y el respeto a las normas y los valores compartidos- tambalean desde hace tiempo, producto  de la inestabilidad institucional desencadenada a partir de la crisis que atraviesa el sistema capitalista en su conjunto, proponiendo un escenario de obligatoria reconversión tanto en lo cultural, en lo social como en lo ideológico. Y es que, visto en perspectiva, la actual crisis es sistémica (porque afecta al sistema capitalista en su conjunto), es estructural (porque se expresa en múltiples dimensiones y niveles) y es civilizatoria (porque vulnera el proceso de metabolismo social hombre-naturaleza y coloca en una encrucijada a los fundamentos de la valorización).

Este comportamiento diferencial del capital social  está ligado a una combinación de los graves efectos adversos de la crisis, pero también a la experiencia y reflexión de los  ciudadanos, mecanismo por el cual la consustanciación de  las razones por la  que los gobiernos no están en condiciones de cumplir  los compromisos adquiridos,- en particular los relacionados con el nivel de la oferta de servicios relevantes del Estado de

Bienestar-  se va volviendo cada día más tangible. Y al ver defraudadas  esas expectativas, la reputación de las instituciones públicas se ha resentido, dejando en evidencia, el rol del Estado como generador de  desigualdades y violencia, lo que pone en predicamento los fundamentos  del orden capitalista (propiedad privada, mercados libres, competencia, trabajo asalariado, cooperación y estratificación social).

NATURALIZACIÓN

La aceptación de esta división como fenómeno natural, en el que la existencia del rico y del pobre constituyen un dato irreductible y natural del ser humano, comparte una serie de reglas y de instituciones que con la aparente finalidad de resolver las contradicciones naturales, sirve de hecho para mantener la originaria división sobre la que se erige la estructura económica social, es decir, sirven al mantenimiento del statu quo. Por consiguiente, es importante visualizar clara y contundentemente que la explotación es una forma de violencia convalidada desde el Estado mediante los operadores políticos de turno que defienden y reivindican el capitalismo, en todas sus formas, mecanismo estratégico que promueve la aceptación de  la exclusión y desigualdad entre los grupos sociales, promoviendo la “represión de las necesidades reales y por tanto de los derechos humanos en su contenido histórico-social” (Baratta, 1991: 22), condenando a los más desposeídos a vivir en un estado de fragilidad, frente a una sociedad cada vez más individualista que privilegia al poderoso y castiga al más pobre, culpabilizando su condición y atribuyéndole una serie de estigmas, llegando a crear  inclusive un pseudo-vínculo de causalidad entre pobreza y  delincuencia con el fin de justificar la intervención represiva sobre los sectores más vulnerados y vulnerables.

Por ello, la violencia estructural no se reduce a una inadecuada distribución de los recursos disponibles que impide la satisfacción de las necesidades básicas de las mayorías; la violencia estructural supone además un ordenamiento de esa desigualdad opresiva, mediante una legislación que ampara mecanismos de distribución social de la riqueza y

establece una fuerza coactiva para hacerlos respetar.

Asimismo, puede ser considerada como “la forma general de la violencia, en cuyo contexto directa o indirectamente encuentran su fuente en gran parte, todas las otras formas de violencia” (Baratta, 1991: 22).

El desafío es pues, entender cómo se configuran las relaciones entre los miembros de una sociedad o de parte de ella, para avanzar así, en la discusión acerca de la especificidad significante que la violencia adquiere como como forma de conceptualizar la realidad. Así mismo resulta fundamental el poder re-conocer los mecanismos por los cuales los sujetos violentos o dóciles se re-producen y las retóricas que habilitan la emergencia de unos y otros, resistentes o sumisos, capaces de observar un Estado violento ya sea justificándolo,  ya sea  sin inmutarse.

 Como bien se sabe, la  violencia no implica lo mismo para todos  en cualquier lugar o circunstancia, (hecho que resulta constatable  en los cambios en la manera de percibir, ejercer y conjurar la violencia ocurridos en el tránsito de las sociedades tradicionales a las modernas), lo que pone de relieve la necesidad de analizar también los aspectos constitutivos, justificantes y por qué no,  el papel  integrador y formalizante de las relaciones de poder que moldearon y dieron origen a  la existencia del Estado moderno,  teniendo en cuenta que las relaciones de poder resultan en general de una situación inicial de violencia -o de amenaza de su uso-, y en las sociedades modernas esta violencia es refractada por el aparato Estatal, modulando el comportamiento de todo el conjunto social  a través de sus diversas instituciones de carácter represivo.

DE ALGUNOS SOBRE OTROS

 Y es que, el ejercicio del poder no es simplemente una relación entre “parejas”, individuales o colectivas; se trata de un modo de acción de algunos sobre algunos otros…En efecto, lo que define una relación de poder es que es un modo de acción que no actúa de manera directa e inmediata sobre los otros, sino que actúa sobre sus acciones: una acción sobre la acción, sobre acciones eventuales o actuales, presentes o futuras. Es por ello que la voluntad de poder sólo puede manifestarse a través de sus resistencias, lo que explica en cierta forma los despliegues de manifestaciones violentas en todos y cada uno de los hilos del entramado social en nuestro país y el mundo, hechos que ponen en evidencia la existencia de un conflicto de clases en el que el Estado toma parte  en defensa de una minoría dominante.

Es natural que quienes están insertos  en este sistema de relaciones simbólicas que caracteriza al sistema político moderno de  raigambres Capitalistas, donde  además se ponen en juego bienes simbólicos de una minoría política y empresarial dominante (aunque no por dominante representativa de los intereses populares ) defiendan el modelo haciendo uso de su propia lógica puesto que ésta constituye la base misma de su sustentación y funcionamiento. Así, la misma violencia promovida por el poder político establecido, causa la continua frustración de aspiraciones fundamentales de las mayorías  y suscita el cumplimiento de metas de los señores del capital  a partir de medios éticamente cuestionables para el bien común, haciendo emerger la individualidad como norma, en una lógica que justifica la represión y en síntesis, la reproducción del ejercicio de la explotación y la violencia en todas sus formas.