Erika Lederer es hija de Ricardo Lederer, quien se desempeñó como segundo jefe de la maternidad clandestina del Hospital Militar de Campo de Mayo durante la dictadura. Hoy Erika es una de las impulsoras de Historias desobedientes, una organización que busca colaborar con la Justicia, aportar datos a los familiares que aún hoy buscan a sus hijos y nietos. Historias desobedientes apunta también a tender lazos con otros hijos e hijas de represores que padecieron historias de violencias similares. Este sábado marcharon en una apuesta colectiva “por la memoria, la verdad y la justicia”.
A la hora de pensar puntos de contacto entre su propia historia y el ambiente de opresión en el que creció como hija de un torturador muy parecido al de otros hijos e hijas de represores y las reivindicaciones que ayer fueron el centro de la marcha Ni Una Menos, Erika piensa primero que nada en su mamá: “Esa es la primera imagen que me viene a la cabeza: nuestras madres que acompañaban a estos milicos. Ellas eran sin duda las hijas sanas del Patriarcado y de ese Estado también muy patriarcal”, relató a PáginaI12. ¿Qué hizo que estas tres mujeres eligieran el 3 de junio como fecha iniciática para marchar juntas, aunar voces, portar bandera propia? “Nada es casual. La violencia que se ejercía en mi casa en particular y en muchas casas de genocidas contra los más vulnerables, que siempre somos los niños, los niños que éramos entonces, hizo que tanto tener que callarme la boca tenga consecuencias. Eso obviamente talla tu personalidad, te hace repetir mandatos. Repetimos a veces ciertos patrones de violencia, tratando de desarmarlos ahora de grandes, porque de niña era normal que se nos pegue, que la mujer esté en un lugar de obsecuencia. Hoy en día puedo decir ‘no quiero más violencia’. La violencia que ejercieron en casa generó que de grande terminara eligiendo parejas violentas. El movimiento Ni Una Menos ayudó en parte a ir repensando todo eso que aprendí en mi casa.”
Patricia Isasa, militante estudiantil secuestrada a los 16 años en Santa Fe, sobreviviente del terrorismo de Estado y encarcelada hasta los 19, marchó con ellas. “El gesto de Patricia de una enorme nobleza y humanidad”, dice Erika. Y no fue ésa la única manifestación de apoyo que recibieron: “Mucha gente que pasaba caminando de golpe que se ponía a llorar, veía la bandera y lloraba. Esas miradas que uno entiende, surge cierta complicidad sin hablar. Ahí uno puede entender hasta qué punto la herida está abierta, y queda tanto para hacer, porque era gente de cincuenta para arriba, hombres y mujeres a los que se le llenaban los ojos de lágrimas. Este contexto tan especial nos llena de compromiso. Ojalá que podamos estar a la altura de las circunstancias”. Ayer, unos minutos antes de salir, por un error de cálculos casi se quedan sin bandera: “nos quedamos sin palos llevar la bandera. Los chicos del Lenguas vivas, el secundario, tenían unos caños de más. Se los quisimos comprar pero cuando les contamos quiénes éramos y que estábamos recién empezando con esta agrupación nos los regalaron.”
Los efectos de las marchas Ni Una Menos alimentan fuerzas colectivas que van tendiendo nuevas redes entre mujeres, y sin duda Erika se reconoce en esa trama. Su apuesta a la memoria y su posicionamiento político la fueron transformando en paria dentro de su familia consanguínea. Esta postura implica, dice, la explosión del clan y eso la llevó a “tejer otras redes”. “Si bien tengo a mi familia viva, tomar la postura política que he tomado me deja afuera. Nadie de mi familia me ayuda a criar a mis hijos. Ser en esa familia una persona que dice lo que digo y hago lo que hago tiene como consecuencia dejarme sin red”, explica. El Ni Una Menos, dice, es más que el 3 de junio. Es también un “pedido de derechos cooperativos para que las mujeres no estemos condenadas a quedarnos en casa, excluidas o limitadas de lo público, de eso se trata formar nuevas redes”, relata Erika, que ayer marchó rodeada del abrazo de sus compañeras, de una marea de calor colectivo y de la mano de hija de 9 años.