(Por Victoria García) Un aniversario no es condición suficiente ni necesaria para contar una historia. En la lógica de las efemérides, la memoria corre el riesgo de rutinizarse y de quedar capturada bajo la sucesión reiterativa de los días y meses que estipula el calendario. Lo que sigue no es el relato de una efeméride. Es, en cambio, una historia no-contada, esquiva a las versiones oficiales del pasado común, pero también escurridiza ante ciertas versiones contraoficiales, que ponen el ojo sobre lo que los y las de abajo, los sectores populares, tienen para decir sobre la historia nacional. Mi abuela es una de sus protagonistas. Su nombre es (era) Olga.
Murió hace ya varios años. Mientras vivió, me contó esta historia varias veces. Solía hacerlo de modo fragmentario -emparchando con especulación aquello que ya no recordaba- pero a la vez insistentemente, a un punto tal que, cuando envejeció, podía soltar su testimonio en cualquier momento y lugar, como si hubiese estimado que ya no le quedaba tanto tiempo para encontrar oyentes para su relato; para hacer comprender que en torno de su experiencia había un deber de memoria, y que este era colectivo y no solo individual.
Esta no es solo la historia de mi abuela. Es la historia de un grupo de obreras telefónicas que protagonizaron, el 1° de abril de 1949, un episodio de represión política bajo el primer peronismo.
Mujeres y obreras que, además, en su mayoría, eran comunistas: esos quizás sí sean motivos suficientes para contar esta historia. El hecho de que este episodio haya tenido lugar en el primer peronismo es, seguramente, la razón por la que se trata de una historia incómoda, sobre la que ni yo misma me había animado a escribir hasta hoy.
Son conocidos los vínculos conflictivos entre comunismo y peronismo. Sobre todo, son conocidas -y hasta consabidas- las dificultades de la izquierda argentina en general y del Partido Comunista (PC) en particular para interpretar la irrupción y la expansión del movimiento que marcó a fuego a la clase trabajadora local.
Es habitual que se hable del antiperonismo de izquierdas, pero se suele hablar menos del anticomunismo que impregnó la identidad peronista desde su fundación. Y es que la historia de los vínculos entre comunismo y peronismo, lejos de construirse en abstracto, surge bajo las mismas correlaciones de fuerza que signan la disputa política entre ambos “bandos” del campo popular, una disputa en la cual la izquierda, claro está, lleva las de perder desde los años 40.
Omar Acha, historiador marxista, plantea que el elemento anticomunista no solo fue movilizado por el propio Perón para forjar y legitimar el proyecto político que él mismo encarnó como líder, sino además se inscribió desde los 40 en la “estructura de sentimiento” de los obreros y obreras, debido a la marginalidad a la que quedó condenado el comunismo como identidad de clase luego de afirmada la identidad peronista, pero también a causa de la legitimación de un “buen” capitalismo que consagró el justicialismo. Para Acha, el hecho de que el peronismo se constituyese como el “deseo social y político mayoritario en la clase trabajadora” no fue suficientemente comprendido por la izquierda peronista de los 60-70, que pretendió radicalizar ese deseo para construir, por la vía de aquel movimiento, la “patria socialista” en la Argentina.
Esta historia es, al menos en una de sus facetas, un avatar del anticomunismo en nuestro país, que no se circunscribe al peronismo, pero lo compromete particularmente, dada la base obrera que fundó su proyecto.
El 1° de abril de 1949, mi abuela y otras trabajadoras telefónicas fueron detenidas y llevadas a la Sección Especial de la Policía Federal, en el contexto de un proceso de huelga que llevaban adelante por la reducción de la jornada laboral a seis horas. Se llamaban: Olga Blanco, Delia Nieves Boschi de Blanco –cuñada de mi abuela–, Dora Fernández, Irene Rodríguez, Francisca Manasero de Buscari, Nelly Galardi, Ignacia Victoria, Ana María Abadie y Elena Fernández.
En su época, el caso tuvo cierta resonancia: junto con otros como el de Ernesto Mario Bravo y el de Cipriano Reyes, fue movilizado por la prensa partidaria del PC, pero también por otros sectores opositores al peronismo, para “desenmascarar” al “régimen”, denunciando su autoritarismo y la restricción de libertades civiles.
Las desavenencias entre el gobierno peronista y el gremio de las y los telefónicos se remontaban a unos años antes. Desde 1947, la Federación de Obreros y Empleados Telefónicos (FOET) se encontraba intervenida, como parte de una política del Ejecutivo destinada a neutralizar a los sindicatos “díscolos” que, en este caso, ponía en la mira a una figura importante de la política de la época: Luis Gay, histórico dirigente telefónico y uno de los fundadores del Laborismo, el partido político de más corta duración en la historia argentina.
Gay, quien había contribuido decisivamente a la consagración política de Perón en las elecciones de 1946, sostenía sin embargo que los sindicatos debían preservar cierta independencia frente al gobierno. Su postura le costó el cargo de secretario general de la CGT, que ocupó efímeramente entre el final de 1946 y los primeros meses de 1947.
No obstante, Gay seguía al frente de la FOET. En el gremio tenía un peso importante, además, la Lista Naranja, que nucleaba a afiliadas y activistas comunistas. La principal demanda era la reducción horaria del trabajo las operarias, que se consideraba insalubre, pero también se impulsaba fuertemente la nacionalización del servicio.
Delia Boschi cuenta que el propio Perón les recibió en mano un petitorio gremial que incluía ambos puntos. Finalmente, el gobierno concretaría la nacionalización entre 1946 y 1948.
El conflicto por la reducción horaria escaló fuerte en 1949. En marzo, el ministro de Comunicaciones, Oscar Nicolini, declaró fuera de la ley a las trabajadoras telefónicas que estaban en huelga. La orden de detenerlas y llevarlas a la Sección Especial -fundada en la Década Infame, bajo las órdenes del siniestro Leopoldo Lugones hijo- parece haber provenido de Guillermo Solveyra Casares, jefe de la División de Informaciones Políticas de la Presidencia de la Nación. Solveyra habría apelado al entonces responsable de la Sección Especial, Cipriano Lombilla, para que neutralizase a las huelguistas.
Dos motivaciones resonaban entre los impulsores del operativo represivo: la de la “amenaza comunista” y la de la “insurrección femenina” en Teléfonos del Estado.
Las telefónicas fueron detenidas en sus domicilios y trasladadas a la Sección Especial. Sus testimonios coinciden en identificar al oficial José Faustino Amoresano como el más violento de los policías que las interrogaron. Lo hicieron bajo tormentos, usando la picana eléctrica que había inventado Lugones en los años 30.
De hecho, se atribuye a estas obreras el terrible hito de haber sido las primeras mujeres torturadas con picana eléctrica en Argentina. En sus testimonios, queda claro el sesgo misógino de la violencia física y psicológica que les hicieron padecer. “¡Dejate de llorar porque te vamos a torturar de nuevo!”, le espetaba Amoresano a mi abuela mientras ella sufría una crisis nerviosa por los tormentos; “Te voy a hacer largar el hijo antes de tiempo”, le dijo a mi tía abuela Delia, quien estaba embarazada cuando fue detenida.
Fueron liberadas poco después, pero cesanteadas de su trabajo. Delia fue hospitalizada y, como la había amenazado Amoresano, perdió su embarazo.
Cuando mi abuela y Delia fueron a cobrar el dinero de la indemnización, tuvieron la mala suerte de toparse una vez más con policías de la Sección Especial, que vigilaban a un grupo de manifestantes que allí se encontraban. Intentaron denunciarlos a viva voz para que no se las llevaran, pero aun así las arrestaron junto a un grupo de personas. Fueron encerradas en el asilo San Miguel, donde pasaron quince días.
Más tarde, presentaron una denuncia por maltratos ante la justicia, que no prosperó. Tampoco llegaron a buen puerto las presentaciones que el PC, por intermedio de la Unión de Mujeres de la Argentina, así como diputados opositores -del Partido Demócrata Nacional y del radicalismo-, hicieron en el Congreso Nacional para solicitar una reparación hacia las víctimas.
El caso se desdibujó, así, en los caminos sinuosos de la historia. No deja de aparecer mencionado y hasta desarrollado en películas (Los torturados, de Alberto Dubois) y libros (Historia de la tortura y el orden represivo en la Argentina de Ricardo Rodríguez Molas, La razón de las masas de Nicolás Doljanin o el más reciente Telefonistas de Marcial Luna). Pero circula por lo bajo, como un murmullo que no se expresa en voz alta para eludir el estigma de la izquierda gorila.
Recuerdo a mi abuela, yendo conmigo a la Biblioteca del Congreso Nacional a buscar ejemplares de algún diario que diese cuenta de su historia. Nunca los encontró. El diario no hablaba de ella, “simple” trabajadora, mujer, comunista.
El diario no hablaba de ellas. Hasta hoy.
(Fuente: Notas Periodismo Popular)