(Por Oscar Castelnovo/ APL)Si hoy Nicolino Locche viviera, estaríamos celebrando su cumpleaños recordando no solo a un campeón del mundo, sino a un artista de los esquives, un hombre que cambió la manera de mirar el boxeo. Mendocino, hijo de trabajadores, llegó al ring con las manos bajas y la cabeza en alto, como quien no necesita más que la inteligencia y la cintura para desarmar a un rival.
Le decían el Intocable. Y era cierto. Con una mezcla de picardía criolla y reflejos prodigiosos, lograba que los más duros campeones del mundo tiraran golpes al aire hasta agotarse. El público, enardecido, no solo veía peleas: veía una clase magistral de dignidad. Nicolino se plantaba frente al poderío físico y demostraba que la inteligencia, la paciencia y la confianza podían más que cualquier puño cerrado.
En un deporte que muchas veces se tiñó de sangre y explotación, Locche puso un matiz distinto: el del humor, la sonrisa, el respeto por el adversario y la humanidad dentro de un espectáculo brutal. No golpeaba por golpear; no buscaba destrozar, sino enseñar que el boxeo podía ser también danza, estrategia y poesía en movimiento.
Ídolo de masas, símbolo popular, Nicolino fue un espejo donde los pibes pobres veían la posibilidad de ganar sin perder la ternura. Porque mientras los empresarios del ring acumulaban fortunas y muchos boxeadores terminaban derrotados fuera de las cuerdas, él mostró que la dignidad podía ser la mejor defensa.
Y está también el recuerdo íntimo: yo lo vi pelear a mis nueve años en el Luna Park. Me llevó mi tío, y aquella noche se grabó para siempre en mi memoria. El estadio vibraba, pero lo que más impactaba era la calma de Nicolino, ese modo de burlar la furia con una sonrisa. Fue ahí donde comprendí que estaba frente a algo más que un boxeador: estaba viendo a un artista del pueblo.
Hoy, en el recuerdo, Nicolino Locche sigue siendo más que un campeón: es un mito, el hombre que humanizó el boxeo, el que enseñó que la grandeza también está en esquivar con elegancia lo que la vida tira de más.