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Ella inventó un espacio para cobijar la vida en un paraje patagónico donde el poder fusiló a ocho presos, fugados de la tétrica Unidad 9 de Neuquén, en 1916. Casi un siglo después, sobre fines de los años ’90, la mujer creó un organismo y le puso el nombre de aquel valle donde lapidaron la libertad: Zainuco. En mapuche, Agua del zaino. Zainu: zaino (caballo de pelaje negro); Co: agua.
La profundidad de este gesto la vuelve resplandeciente ante la opacidad de una multitud de dirigentes políticos y humanitarios. Porque Zainuco –esencialmente derechos humanos en cárceles, y también en las calles- supo ver que los pobres en el encierro a quienes un ordenamiento desigual, acaso, llevó a empuñar un arma y robar, tienen la misma entidad humana que los presos por luchar. Que en ambos encierros hay una causalidad que emana de la dinámica de la lucha de clases. Ella lo comprendió mucho antes que otros, quienes aún miran para otro lado aunque cada 37 horas se provoque una muerte en las prisiones, sitio donde nadie debe morir. Esta mujer llamó a las cosas por su nombre: “Campos de concentración”, enfatizaba en sus discursos. Así, enfrentó las críticas de los obsecuentes con el gobierno nacional, campeón invencible en la defensa verbal de los derechos humanos. O del sapagismo que saca a los presos a cantar el Himno, con temperaturas bajo 0, los manguerea y luego los mata en la Unidad 11 neuquina.
“Nunca pudimos entrar a la 9”, reiteraba ella con enojo y frustración. “Ni como organismo, ni como nada”, agregaba. La 9, o Prisión Regional del Sur o “El cementerio”, es uno de los más cruentos campos de concentración Siglo XXI. Allí sucumben los presos rebeldes a la militarización y el ensañamiento, luego de “la calesita” por diversas jaulas federales. “Vamos a llevar al banquillo a los asesinos de Antonio Peloso Iturri”, expresó la mujer cuando refería a uno de los casos paradigmáticos de La 9: Peloso ultimado por 15 grises, entre ellos un médico y un enfermero, a palazos y patadas, en 2008.
También las cautivas de Ezeiza vivieron su solidaridad. 18 de ellas escribieron el libro “Intensidades de mujer” y uno de los primeros espacios donde se presentaron los textos allí reunidos, fue precisamente el generado por Zainuco y otros compañeros. Su rostro, su mirada clara, se transformaban al enterarse, caso por caso, sobre las nueve chicas asesinadas en esa U3, entre 2009 y 2012. La palabra de la mujer no varió en silencios, llegó puntual cada vez atravesando más de mil kilómetros desde el Neuquén a Ezeiza, y fue escuchada por las compañeras de las jóvenes ultimadas.
La mujer, claro, tenía amigos y enemigos: entre los primeros, las Madres de Plaza de Mayo-Neuquén y Alto Valle, Inés Ragni y Lolín Rigoni, los mapuche, los obreros de Zanón, el obispo del pueblo Jaime de Nevares, el escritor Osvaldo Bayer, las militantes de género, el gremio ceramista, la Universidad Trashumante, los presos, las cautivas, los perseguidos y los familiares cuyos hijos fueron matados por hombres del estado. ¿Los enemigos? saltan a la vista y repugnan a todos los sentidos.
Ella creyó con Walsh que el pobrerío de hoy fue programado por la tiranía que en los 70 inició el neoliberalismo. Es decir, la desaparición forzada de 30 mil revolucionarios fue necesaria para emplazar el despojo y construir este modo disvalioso de ver y filosofar de la clase política. Así, la cuenta suiza se une al patriótico lujo de funcionarios y las utilidades de Monsanto, La Barrik o Chevron “son tácticas que nos demanda la hora, en el camino de construir la Patria Grande”. La mujer permaneció firme como el roble y sembró con otros valores como solidaridad, vida, lucha y no se vendió ni alquiló o dejó que la cooptaran para sostén del modelo de exclusión y repulsión. Puso el cuerpo mil veces en las calles y otras tantas denunció las inequidades por el megáfono o a puro gritos de pulmón.
Hacé más de tres décadas, ella resistió cuando estuvo desaparecida en un centro clandestino de detención de la dictadura cívico militar. “Creo que fue en la Mansión Seré, nunca estuve segura”, reveló. Y continuó la batalla que no abandonaría jamás. “Y si no, ¿para qué sobreviví?”, se interrogaba agitando el pulgar unido a los otros dedos, “ubicando” al interlocutor.
¿Por qué esta mujer pudo sentir, con esa pasión, las rejas y las balas contra los más vulnerables, cómo una de las más grandes herejías humanas?¿Por qué luchó con ese tesón contra derrotas, muertes y amarguras sin cansancio? ¿Habrá dicho con Marx “nada de lo humano me es ajeno”? ¿Habrá sentido con Guevara “cualquier injusticia cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo? ¿Habrá hecho suyo el precepto de Cristo “ama a tu prójimo como a ti mismo”?¿Habrá reflexionado con Ghandi que “un esfuerzo total es una victoria completa”? ¿Tal vez todo eso junto?
Lo cierto, es que su partida nos infringió un abismo de desolación cuyo fondo aún no se divisa. Solo es más grande que este precipicio brutal en el corazón, el amor que nos envuelve cuando te sentimos tan cerca, tan nuestra, Gladys Rodríguez.
Oscar Castelnovo
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