(Por María Laura Riba para momarandu.com) Hoy, a 20 años de aquel doloroso 1999 correntino, me vuelven imágenes que hubiera querido olvidar, pedacitos de cartón al viento, los cartones de Francisco. Estuve ahí, puedo decir. Estuve como autoconvocada, sin partidismo, sin bandería política. La inmensa mayoría -miles de personas de toda la provincia- que reclamaba “dignidad”, era autoconvocada. Por aquellos tiempos no nos andábamos cuestionando quién pertenecía a qué, porque estábamos muy seguros, muy seguras, de lo que no queríamos. Y lo que no queríamos era ese feudalismo que todo lo arrebata a chicotazo limpio. Y claro, eran tiempos en los que el poder provincial estaba en manos de Raúl Romero Feris, aunque el gobernador fuera Pedro Braillard Poccard.
Estuve allí, y aun contándolo, no me alcanza para sanar las ausencias y las injusticias. Con el paso de los años, intento practicar aquello de la “no violencia activa” enarbolada por Tolstoi, la que influyó grandemente en Gandhi, quien ideó su “resistencia no violenta”. Claro, debo confesar, no me sale tan bien como a ellos. No obstante, y de mínima manera, defensora de la paz como política humanista, hoy, al recordar aquel 17 de diciembre de 1999, se sucede ante mí la violencia que, durante meses, azotó a un pueblo que jamás se dio por derrotado, que se había sacudido de su lomo de toro siestero, la espada cruel y anacrónica de un vulgar torero.
Nuestro grito de “¡qué se vayan todos!”, fue vociferado antes del 2001, cuando parecía que no iba a quedar nadie en la Argentina. Corrientes ha sabido anticiparse en los reclamos, tal como lo hizo en el Correntinazo de 1969. Y, como pudimos apreciar amargamente a lo largo de estos veinte años, nadie se fue del todo nunca o poquísimos… el camaleón pintó las camisetas partidarias, y nosotros, los autoconvocados, nos quedamos con los muertos, los heridos, las mil y una penas. Las vaquitas, tenía razón don Atahualpa, siempre son ajenas.
Hoy me permito, como rechazo absoluto a la violencia, la de aquel 1999, la de cualquier época, enumerar de manera breve la que se vivió en aquel año.
Así, la más obvia: meses enteros sin que los empleados cobraran sus salarios. Primero los docentes –la educación, esa eterna postergada-, luego la provincia entera. Miles y miles de personas sin saber qué hacer ante los ojos de sus familias. Así, el 7 de junio de 1999, llegados desde todos los puntos de la provincia, las carpas docentes dieron origen a la bautizada Plaza de la Dignidad en plena Plaza 25 de Mayo de la capital correntina.
Otra violencia. La de la politiquería provincial –aún con sus viejas mañas, todavía, lo peor, con viejos pensamientos en nuevas generaciones-, que se creyó dueña de cada habitante de Corrientes y menospreció a la gente cuando gritaba ¡basta, hasta aquí llegaron! La sordera política fue el puñal escondido, la cobardía del necio.
Y las violencias de las sucesivas represiones, esas que se abren paso sin titubear. Las represiones sobre el puente Gral. Belgrano. que al mismo tiempo que unía, expulsaba. La represión en la Avenida 3 de Abril. Los muertos y heridos con nombres y apellidos y vidas propias.
En una de esas locuras represivas, casi a fines de agosto de 1999, fue encontrado el cadáver de Gustavo Javier Gómez, quien participaba junto a su familia, de manera muy activa, en la resistencia de la Plaza de la Dignidad. Muerto de la peor manera, al estilo mafia. Marchas de Justicia para Gustavo, fue la respuesta dolida.
La violencia de las decenas de heridos que, a ningún político en el poder, ni los de entonces ni los del medio ni los sucesivos, les interesó. Heridos en diciembre, por una Gendarmería que había salido de cacería, fueron trasladados al Hospital Escuela o llevados directamente a sus casas, porque el horror no alcanza, en esos momentos, para pensar en otra cosa que no sea en sobrevivir.
De vos Tony, Tony Alegre, me acuerdo bien. Tu sonrisa Tony, tu sonrisa de veintitantos años. Aquella vez no tenías que dejarnos cuando una bala calibre 22.3, de Gendarmería, te perforó un pulmón. Una bala que te acompañó hasta el día en que tu cuerpo no supo más cómo seguir, y en 2007, una infección respiratoria terminó en septicemia, la secuela impía de aquel disparo preciso a la vida.
Y de vos, Juan Alberto Pereyra, también me acuerdo. Tuviste el triste mérito de ser el primer herido por la Gendarmería Nacional en la represión del 28 de julio 1999: un cartucho de gas lacrimógeno arrojado a muy corta distancia, te destrozó el maxilar y otros huesos faciales. Fue en la cabecera del puente Gral. Belgrano. También, igual que Tony, ese día no era el de irse, pero las secuelas te cortaron por el medio, y en 2013 ya no diste más. Juan, vos trabajabas y estudiabas.
¿Y vos sagua’a *? ¿Por qué no viniste a retirar los cartones húmedos de llanto que quedaron sobre la 3 de Abril? Te lo pedí sagua’a, pero no viniste. Te quedaste en el recuerdo, Francisco. Es que vos, Francisco Escobar, tenías 25 años y eras de Santa Rosa; como tantos otros, emigraste a la capital correntina en busca de un mejor destino. Qué absurda ironía. Te quedaste en el barrio Trujillo -hoy Barrio Galván II- y del campo pasaste a ser cartonero. Y te gustaba cantar, guitarrear y te encendía los pies y el alma un buen chamamé. Francisco, andan diciendo por ahí que una guaina te había embrujado hermosamente, y andabas como potro salvaje creando canciones para ella, letras que nunca pudiste leer porque no sabías leer, canciones que aprendiste de memoria y las cobijaste en tu mente. Ese 17 de diciembre de 1999, sagua’a sin maldad, cruzabas la avenida con tu carro y algunos cartones: una bala gendarme te aniquiló el sapucay que, cada mañana, pegabas por las calles correntinas anunciando que llegaba el cartonero oficial de la ex Casa Tía.
Y después, pasado largo el mediodía y las balas que no nos dejaban distraernos, un muchacho de 19 años se desarmaba, igual que Francisco, en Chaco y Avenida 3 de Abril. César Mauro Ojeda vivía en el barrio 1ra Junta, y le decían “Chuleta”. Hacía lo que podía; tenía que ayudar en su casa. Una de sus últimas changas fue en la heladería El Polo, ubicada en la calle Nuestra Señora de la Asunción y Avenida Maipú. Ese día, ese 17 de diciembre, caluroso a más no poder, Mauro y un amigo cargaron agua en botellas para dar a quienes la necesitaban por los gases lacrimógenos. Fue en esta segunda y tremenda oleada de salvajismo, que la Gendarmería te dejó, para siempre, sin aliento.
Seguro me faltan nombres. Adrede no pondré sucesión de hechos pues debería ser tema de un libro. No me interesa en absoluto nombrar a quienes, ese 1999, se sintieron héroes. Ni gastaré palabras en un gobierno nacional que alentó esta represión ni la intervención federal y lo que toda Corrientes ya conoce en carne propia.
Sólo confiaré que cada año, como ahora, cierro
los ojos y me imagino las cruces de madera, tantas veces visitadas, en
Chaco y 3 de Abril. Que ahora, que estoy sola escribiendo y nadie me ve,
lloro. Lloro con veinte años de silencio, con un alma que se
sensibiliza, todavía. Creo que quienes vivimos ese 1999, de alguna u
otra manera, lloramos: por las injusticias, por la indiferencia, por el
espanto de aquel 17 de diciembre. Pero también, es justo señalar,
lloramos de emoción porque supimos, los/as autoconvocados/as, ser
dignos/as. La dignidad, ojalá no se nos olvide, no se le olvide a nadie,
no es negociable. Y por eso, además, cantamos: “Cantamos porque el río
está sonando / y cuando suena el río suena el río / cantamos porque el
cruel no tiene nombre /
y en cambio tiene nombre su destino”. **
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REFERENCIAS
*sagua’a: arisco, indómito, salvaje, tosco, esquivo.
**Canción “¿Por qué cantamos? – Letra: Mario Bendetti y Música: Aberto Favero