Cuento: Dos tacuaras

Cultural. Regresamos a la sección  cultural con este cuento -cruento y de plena vigencia- de Stella Molina, vecina de San Martín,  docente y amante de la palabra. El talento desborda a esta mujer que maniobra la realidad metamorfoseada en literatura.

Sentada sobre una piedra mira los pájaros. Los nombra: zorzal, tordo, calandria, chingolo, chimango…

Entrecierra los ojos y trata de recordar sus días, cuando estaba en el monte chaqueño, con su mamá, con su abuelo.

Un día vinieron ellos y se llevaron a los tres. Fueron a Corrientes, a trabajar como esclavos. La noche que el abuelo murió, después del esfuerzo de la cosecha de naranjas, la madre decidió escapar. La despertó y juntas corrieron hacia el camino. Anduvieron hasta encontrar un carro parado, con el conductor dormido. Silenciosamente subieron a la caja y se acomodaron entre la carga. Al amanecer el carro se puso en marcha. Ellas no sabían hacia dónde.

De pronto los caballos se detuvieron en una pulpería. Ellas se hicieron pequeñitas, inmóviles debajo de la lona. El hombre comió y bebió. Las mujeres morían de hambre y sed. Cambiaron los caballos para que descansen. Ellas entumecidas debajo de la manta. El conductor cantaba entonado por la bebida. La niña y su madre lloraban en silencio.

Al anochecer el carro para nuevamente en medio de una barriada. El hombre golpea las manos y tres perros acuden a su llamado. Una mujer delgada lo recibe. Ellas, las prófugas de su esclavitud, bajan apresuradamente y se esconden en un maizal. Desesperadas sacan unos choclos tiernos y los comen. Beben agua del abrevadero del ganado y vuelven a refugiarse en el carro.

Antes de amanecer retoman la marcha. ¿Dónde estarán?, ¿hacia dónde van?

Con el sol aún alto, el carro detiene la marcha. Mientras el hombre se pierde entre los pastizales a desaguar sus vinos, ellas bajan y se ocultan. A lo lejos se ve un caserío. Corren hacia allá. Solo llevan hambre y sed; en su huida no levantaron nada.

Comenzaron a caminar entre el caserío. A lo lejos se veían casas lujosas. Su madre observó una casa abandonada y entró. Todo era desolación y mugre.

  • Acá estaremos, hasta que nos echen – dijo en su lengua nativa.

Ella y su madre habían aprendido el idioma de sus captores, sólo entre ellas hablaban guaraní. Después de beber agua del pozo y comer unas galletas viejas y duras que estaban en una lata, salieron al anochecer, para saber dónde estaban. Hablaron con el dueño del almacén y así se enteraron que estaban en Adrogué, que la casa había servido de refugio a un matrimonio sin hijos, durante la fiebre amarilla. Vivieron ahí más de veinte años y luego murieron. La mujer dijo que ella era una sobrina, que venía de Paraguay y que se iba a quedar en la casa. Le ofreció limpiar el almacén a cambio de un pan y así, entre las dos dejaron todo impecable en pocos minutos.

La niña, Eleuteria, se sorprendió de la mentira de su mamá, pero pronto comprendió que era necesario dejar la esclavitud que vivieron en Corrientes y empezar una nueva vida.

Al poco tiempo la casa, aunque sencilla, fue tomando forma de hogar. Simón, el almacenero le daba productos a cambio de la limpieza del negocio y recomendó su trabajo de lavandera y planchadora a los vecinos ricos de Adrogué.

Entre las dos preparaban el jabón con grasa y sales, Eleuteria sabía cómo colectar agua de lluvia y dejarla asentar para que la ropa quede bien limpia y, entre las dos juntaban el polvillo del mortero donde molían el maíz para preparar el almidón para los volados y puntillas de la gente fina.

En la casa había una máquina de coser. Simón la aceitó, la puso a punto y su madre aprendió a usarla. Las señoras elogiaban el trabajo de la lavandera, porque les entregaba la ropa limpia, pero también le reforzaba las costuras, les hacía arreglos  o les ponía volantes.

Eleuteria entregaba la ropa. A veces iba con su amiga, Elisa que también llevaba ropa limpiaa las casas ricas.

Elisa era castaña y tenía unos ojos grandes, color miel. Era una hermosa jovencita de trece años igual que Eleuteria, solo que ella no era linda: era morocha como la tierra del guairá, tenía el cabello renegrido y chuzo, y sus ojos achinados dejaban ver la desconfianza que le despertaba el “mundo civilizado”. Ella añoraba sus días de libertad en medio del monte y el volar de los pájaros que a veces miraba sentada en una piedra. Eso la consolaba: el cielo era el mismo; el canto y el vuelo de las aves, también.

Había una casa que ellas visitaban juntas: la de los Arriaga. La madre de Elisa lavaba y planchaba la ropa de cama y los manteles, la de Eleuteria, la vestimenta. Ellas le tenían mucho miedo al “niño”, como le decían en la casa, aunque ya tenía 17 años. Siempre andaba espiando cuando ellas llegaban y, a veces, se metía entre la arboleda por donde ellas pasaban y las manoseaba.

Un día, después de una lluvia, cuando las niñas iban a entregar la ropa, apareció él con su primo. Los dos se abalanzaron sobre Elisa y, cuando ya estaba en el suelo, uno de ellos echó a Eleuteria a lonjazos. Ella le hizo frente, porque quería salvar a su amiga, pero la mantuvieron a raya con el rebenque mientras el otro arrancaba la ropa de la joven y la deshonraba. Luego cambiaron sus acciones: uno alejaba a Eleuteria y el otro descargaba las peores pasiones contra la niña que caída, embarrada, ultrajada, clamaba para que acabe esa tortura.

Se fueron riendo los dos. Eleuteria cubrió a su amiga con una sábana, tomo su atado y la condujo hasta la casa. La ropa que debía entregar, que estuvo reluciente y envuelta prolijamente, ahora era un montón de trapos sucios. Cuando la madre de Elisa la vio llegar, no le dio tiempo a nada: tomó un cinturón y la castigó duramente, por perder su virginidad, porque algo habrá hecho, porque ensució la ropa limpia.

Eleuteria corrió llorando a contarle a su madre. Ella la abrazó, y fue, bajo el árbol a decir unas oraciones y hacer un payé. Luego comenzó a lavar lo que se había ensuciado. Otro día se entregaría la ropa.

Esa noche Elisa se ahorcó en la arboleda, en el mismo lugar donde había sido mansillada.

Durante el funeral de su amiga se enteró que los dos jóvenes solían violentar a todas las sirvientas y hasta habían procreado sin hacerse cargo. Siempre se reían del llanto de las mujeres y, a veces, llegaban a pelearse entre los dos para ser primero en el ultraje.

Eleuteria recordó lo que hacía de niña para pescar. Tomó dos tacuaras, comenzó a afilar las puntas y secarlas con el carbón de la plancha. Sabía cómo hacerlo, el abuelo, cacique y guerrero, le había enseñado no sólo a prepararlas, sino también a usarlas.

Dos tacuaras, debían ser dos tacuaras.

Al otro día debía volver a la casa de los Arriaga. Tenía que pasar otra vez por la arboleda. El corazón parecía estallar dentro del pecho. Escondió el hatillo de ropa entre unas plantas. En sus manos llevaba las dos tacuaras. Escucha el crujir de los yuyos. Ella sabía que estaban allí, detrás suyo, con la risa contenida para no alertarla.

Ella sabía. De pronto, con un movimiento rápido como cuando pescaba con su abuelo, atraviesa la yugular de uno y el pecho del otro. Se aleja. Los mira debatirse y desangrarse. No siente piedad.

Cuando acaban la agonía, pone una tacuara en la mano derecha de cada uno. Ya le habían contado que solían pelearse para primerear su cacería…

Busca el paquete escondido y, lentamente, orgullosa de su sentido ancestral de la justicia, llega a la casa de los Arriaga y entrega la ropa limpia.