EL ASESINATO DEL CHE Y LA DERROTA MORAL DEL CAPITALISMO

(Por Oscar Castelnovo/APL) El 8 de octubre de 1967, en una quebrada perdida de Bolivia, Ernesto “Che” Guevara fue herido en combate, capturado y llevado a la escuelita de La Higuera. No murió peleando. Murió prisionero, herido, encadenado a una cama, ejecutado por orden política. Esa diferencia —morir en combate o ser asesinado— marca la frontera entre una muerte de guerra y un crimen de Estado.
Durante décadas, la versión oficial del gobierno boliviano, respaldada por Estados Unidos, sostuvo que había sido “abatido en enfrentamiento”. Pero los documentos, testimonios y hasta las confesiones del propio sargento Mario Terán desmienten esa mentira. Guevara fue fusilado cuando ya estaba indefenso, sin armas, después de haber sido interrogado. Le dispararon primero en las piernas y los brazos, para simular heridas de combate, y finalmente en el pecho. Su cuerpo fue expuesto a la prensa y luego desaparecido. Le cortaron las manos para tomar las huellas dactilares. El crimen fue encubierto con la teatralidad del poder que teme al ejemplo.
Matar al Che fue una decisión política. No se trataba de eliminar a un hombre, sino de borrar una posibilidad de futuro para los pueblos. Un juicio público lo habría convertido en tribuna contra el imperialismo. Por eso lo ejecutaron: para impedirle hablar. Pero la historia es caprichosa. A veces la sangre derramada se vuelve tinta y la voz silenciada se vuelve símbolo.

El fracaso moral del capitalismo
La vigencia del pensamiento del Che radica en que su crítica al capitalismo no fue solo económica, sino también axiológica. Él entendía que el sistema podía producir riquezas, pero jamás distribuirlas con justicia. Lo que denunciaba no era su ineficiencia, sino su brutalidad moral. El capitalismo, decía, enseña a competir, no a compartir; a consumir, no a crear; a sobrevivir, no a vivir.

Hoy, medio siglo después, su diagnóstico se confirma. El planeta se hunde entre la desigualdad, la precarización laboral, la migración forzada y la crisis ambiental. Ningún modelo de libre mercado ha logrado garantizar dignidad al cien por ciento de su población. La riqueza global se concentra en manos de pocos, mientras millones sobreviven en la periferia del hambre y la deuda esencialmente con el FMI.

El Che propuso otra moral: la del “hombre nuevo”, aquel que trabaja no por lucro sino por sentido. Lo consideraban un idealista, pero su pensamiento se adelanta a los debates contemporáneos sobre el decrecimiento, la economía del cuidado y la justicia climática. Su internacionalismo —esa idea de que ningún pueblo puede ser libre si otro está oprimido— hoy resuena frente a las guerras, los bloqueos, los genocidios como el que se consuma en Palestina y la indiferencia global. El Che vive entre nosotros.



El mito del Che

Cuando los militares mostraron su cuerpo en Vallegrande, creyeron haber demostrado el triunfo del orden. Pero la fotografía de Freddy Alborta, con el rostro sereno del Che y los ojos abiertos, convirtió la escena en una especie de resurrección. Era un Cristo laico, un mártir secular. La historia del poder se transformó en mito de rebelión.

La imagen tomada por Korda en 1960, “Guerrillero Heroico”, multiplicó su figura hasta lo infinito. El capitalismo intentó domesticarla, imprimiéndola en camisetas y encendedores. Pero incluso convertida en mercancía, la mirada del Che conserva su filo: es la mirada del que sigue diciendo “no”.

El mito se volvió campo de disputa. Para los militantes de los setenta, fue el ejemplo de la coherencia absoluta; para el neoliberalismo de los noventa, un ícono romántico sin eficacia; para las generaciones actuales, un espejo incómodo donde aún se refleja la dignidad. Su cuerpo, hallado y repatriado a Cuba en 1997, volvió a unir la historia y la memoria: lo que pretendía ser olvido se transformó en resurrección política.

El sistema que quiso borrarlo lo terminó eternizando. Y cada vez que el mundo vuelve a parecer intolerable, su rostro reaparece en pancartas, muros o canciones. No como nostalgia, sino como recordatorio de que la ética también puede ser revolucionaria.



Ernesto Guevara no murió en combate. Fue asesinado por el miedo del poder a las ideas. Y esas ideas —de justicia, solidaridad y dignidad— siguen siendo, a pesar de todo, las únicas que no envejecen. El Che vive entre nosotros.


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