La noche de anoche fue de mal dormir.
Una buena amiga que tengo me dice siempre, para dormir bien, cuando cierres los ojos, tenés que pensar en algún momento de tu vida que hayas disfrutado mucho. Ayer no lo hice, ¿habrá sido por eso?
Aunque eso sí, a la mañana, cuando desperté, me vinieron a la memoria recuerdos que no los busqué, que nunca sé por qué aparecen, pero aparecen. Algunos son buenos y otros son malos recuerdos, pero éste en particular viene mezclado, remite al tiempo de los once y doce años, tiempo todavía de juegos y también de empezar a sentir el crecimiento.
Lamentablemente, la mala educación impuesta por la iglesia católica que yo recibí en el colegio Belgrano de Temperley, impartida por la orden religiosa del Sagrado Corazón, impidió a muchos niños y adolescentes disfrutar de aquello que por naturaleza merecían.
Luego de este necesario comentario paso a relatar los momentos que hoy desfilaron por la mente de mi vieja humanidad.
Al lado de mi casa, vivía la familia Ferrarotti compuesta por la madre ya viuda y sus tres hijos, Pilusa, Juanchín y Chingolo, fue con estos dos últimos con quienes mantuve un vínculo de amistad hasta la muerte de ambos y cuyo basamento data de aquellos años de niñez, donde compartimos juegos, lecturas, carnavales, cumpleaños, viajes y aventuras infantiles.
Por ese tiempo esa casa era el lugar de reunión también para otros chicos del barrio y en ella teníamos un permiso, no oficial, de hacer todo lo que nos viniera en ganas, a eso contribuía el casi nulo control por parte de la madre, mujer inteligente, amorosa, cálida y, para beneplácito nuestro, totalmente permisiva.
Pues bien, a los hechos, que son lo que importa en este relato.
En aquellos años y a la edad que atravesábamos, no teníamos ni idea que es lo que quería decir la palabra masturbación, que más tarde fue la oficial, la permitida, pero sí conocíamos la palabra paja.
La curiosidad, las conversaciones con chicos más grandes, fueron despertando nuestro interés por la experimentación de esa práctica prohibida por la iglesia y por nuestros mayores.
Así fue como, en un galpón anexado al gallinero, una tarde nos reunimos cinco o seis chicos, unos sentados sobre una lata de pintura, otros en algún tronco o en un par de ladrillos encimados, para iniciarnos en nuestra primera práctica que ignorábamos era sexual y que no necesitaba de la excitación de una lámina. Algo bueno nos pasó a todos porque volvimos a repetirlo.
Esas reuniones se produjeron algunas veces más, hasta que Chingolo, Juanchín y yo, decidimos con maderas, ramas y alguna chapa hacer una pequeña casita, de esa que hacen los chicos para jugar, pero que fue el lugar elegido por nosotros para las prohibidas pajas. Por lo tanto, pasaría a ser para siempre La casita de las pajas.
Este relato solo tiene el objetivo de reivindicar uno de los actos más importantes en el crecimiento corporal y mental de todo ser humano, que por mandato de la iglesia fue catalogado de maldito, que se lo prohibió, se lo demonizó y se lo convirtió en objeto de burla y de desprecio.
Ser pajero fue y aún sigue siendo, un motivo de escarnio para el señalado, y lo que es peor, llevado a cabo por vergonzantes pajeros.
rfm