La marca de la gorra

(Por: Sofía Moure/ Plotuist) El Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) puso sobre la mesa una cuestión que todavía es una gran deuda para nuestra sociedad: la violencia policial y de las fuerzas de seguridad, en general. Casos de gatillo fácil, de muertes dudosas en comisarías, de abuso de poder por parte de las fuerzas de seguridad, de torturas y vejaciones. Y detrás de cada caso, nombres: de las víctimas, pero también de los victimarios. Responsables. En Argentina, cientos de personas son asesinadas por la policía y las distintas fuerzas de seguridad en situaciones de violencia y represión. El aislamiento puso en evidencia estos hechos y los abusos policiales que suceden a diario. Durante el aislamiento, 102 personas fueron asesinadas por el aparato represivo del Estado.  ¿Qué opinan los especialistas en la lucha antirrepresiva? Así, entrevistamos a Ismael Jalil, de Correpi; Oscar Castelnovo, de la Agencia Para la Libertad y a Guillermo Torremare, de la APDH.

“Lo que estamos viendo en el aislamiento como actividad represiva del Estado es que se ha privilegiado un modelo policial de contención antes que un modelo social”, sostiene Ismael Jalil, abogado de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), sobre los hechos que se han podido observar durante la -ya mal llamada- cuarentena. Desde el 20 de marzo al 31 de agosto, el organismo logró registrar un total de 102 personas asesinadas por el aparato represivo estatal. Si se tiene en cuenta que ese número es parcial (¿cuántos casos, cuántas historias seguiremos sin conocer?), podemos afirmar que la realidad es aún más preocupante.

CORREPI presentó un informe a la ministra de Seguridad de la Nación, Sabina Frederic. “El casi centenar de reportes y notas publicadas desde el 20 de marzo pasado con denuncias sobre todo tipo de violencia policial y de otras fuerzas a lo largo y ancho del país, mediante golpizas, torturas, asesinatos, violaciones y desaparición forzada, hechos en los que han participado policías federales, provinciales, municipales, gendarmería, prefectura y servicios penitenciarios, muestran claramente cuál ha sido, hasta donde sabemos, el resultado concreto de la decisión de poner en manos de las fuerzas de seguridad la función de garantizar que se cumplan las medidas de aislamiento”, reza el informe de CORREPI.

Este tipo de conductas, a modo de abanico de los distintos ingredientes del menú represivo, fueron evidenciadas en múltiples ocasiones. Aunque, en su mayoría, las víctimas pertenecen a los sectores pobres de la sociedad. Y, en tanto la decisión de otorgar tanto poder a las fuerzas de seguridad recae, en última instancia, en el Estado, ciertamente éste es responsable. Sobre todo si se tiene en cuenta que estamos viviendo las consecuencias de un discurso oficial que avaló la violencia policial y la represión. Cuatro años de promoción y fomento del gatillo fácil y la crueldad no desaparecen en unos pocos meses, incluso aunque los mismos policías sean víctimas de él. Y en algunos lugares tienen más arraigo que en otros.

“Hay que distinguir el gobierno nacional y los provinciales, y también entre provincias”, explica Guillermo Torremare, vicepresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), dando cuenta de las diferencias que existen entre las diferentes policías, así como de las intenciones del gobierno asumido en diciembre del año pasado: “El Ministerio de Seguridad de la Nación fue claro en ordenarle a las fuerzas federales lo que podían hacer y lo que no, pero es evidente que falta control para lograr que las órdenes se cumplan.”

Es así que los abusos policiales se replicaron por todo el país -incluso en mayor medida luego de los episodios de violencia racista que sucedieron en Estados Unidos; un ejemplo de ello es la brutalidad de la policía del Chaco sobre una familia Qom, o el asesinato de Walter Nadal en Tucumán con la misma técnica del crimen de George Floyd.

“Las fuerzas de seguridad salieron a hacer cumplir el aislamiento, en muchos casos lo hicieron correctamente pero en muchos otros abusaron de sus facultades considerándose empoderadas para actuar violentamente”, sostiene Torremare.

Es difícil pensar una forma de revertir años y años de un accionar violento por parte de la policía y de las fuerzas de seguridad. Ciertamente, el cambio de discurso por parte de las autoridades nacionales es un paso por el buen camino, pero no es suficiente. “Es necesario implementar sanciones para todo el personal que está involucrado en estos hechos, como un modo de atemperar lo que significa el despliegue represivo del estado”, expone Jalil.

Desde CORREPI no sólo llevan un registro lo más exhaustivo posible de las víctimas de la represión, sino que luchan fervientemente por su erradicación. “Nosotros le llevamos a la ministra de Seguridad Sabina Frederic, en el mes de diciembre, una agenda de 17 puntos de los cuales solamente se aplicaron 5, y hay 12 que todavía están pendientes”, dice el abogado, y agrega: “Entre ellos, el más importante de todos, que sería cumplir con la condena que le impuso la Corte Interamericana de Derechos Humanos a la Argentina en el 2003 para que se erradique la facultad policial de las detenciones arbitrarias, a partir de las cuales se producen generalmente la mayor parte de las muertes en los lugares de detención.”

En los cinco meses de aislamiento, 45 de los 92 asesinatos registrados ocurrieron bajo custodia en cárceles o comisarías. Uno de los casos más conocidos fue el de Florencia Magalí Morales, en San Luis.

“Muchos abusaron de sus facultades considerándose empoderados para actuar violentamente“, sostiene Guillermo Torremare.

LA MALDITA POLICÍA

“En Argentina rige un modelo policial militarizado, punitivista, arbitrariamente discriminador, que exalta la mano dura y los procedimientos violentos, que naturaliza los abusos de poder y encubre los delitos propios”, explica Guillermo Torremare, de APDH. “Las actividades de las fuerzas de seguridad, en gran medida, están fundadas en un ideario de control social autoritario y suponen la práctica de muchas acciones que implican violencia institucional. Una gran cantidad de policías tortura. Y la mayoría de los y las policías que no lo hacen, no censuran ni denuncian su realización”, agrega, dibujando el panorama de las fuerzas de seguridad.

Pero la historia de violencia policial en el país no comenzó con la pandemia. Tampoco empezó con este gobierno, ni con el anterior, sino mucho antes. Si bien la década de los ’80 tuvo sus episodios de intensa violencia, es en los ’90 que empiezan fuertemente los casos de represión, “con el menemismo, cuando miles de personas fueron lanzadas a la exclusión, a la falta de trabajo, de vivienda y de asistencia médica; y vinieron los planes del Banco Mundial, una política que completó el genocidio de la dictadura”, dice Oscar Castelnovo, periodista y coordinador de la Agencia Para la Libertad (APL).

Él entiende al genocidio del modo en que primero fue acuñado el término por Raphael Lemkin, jurista polaco, luego del nazismo: “matanza de personas más disciplinamiento de los sobrevivientes para establecer nuevas relaciones sociales”.

Entonces, las fuerzas de seguridad operan en función de esta dinámica genocida que sucede en la etapa constitucional de nuestra historia, en reemplazo de las fuerzas armadas. “Y ya no es necesariamente contra los militantes políticos organizados, sino contra los excluidos porque son un peligro para su idea del sistema”, sostiene Castelnovo. “Se elaboran y se despliegan dispositivos represivos que inducen a un genocidio encubierto: los chicos de gatillo fácil, los que mueren -son asesinados- en prisión, las chicas secuestradas por la trata, los originarios asesinados”, agrega.

Frente a esta realidad, lo ideal sería cambiar la policía. Esa policía que desde que muchos tenemos memoria, lejos de cuidarnos, nos asusta, nos violenta, nos tortura, nos mata. Sin embargo, no es algo tan fácil, si acaso es posible pensarse.

“En el capitalismo periférico dependiente como el nuestro no es posible cambiar la policía, tenés que cambiar la sociedad”, opina Castelnovo: “Tenemos que cambiar la estructura, la tremenda desigualdad que existe, y no hablo del comunismo desarrollado ni nada de eso: hay países capitalistas que no tienen ese problema.”

Según el periodista de APL, uno de los motivos de la violencia intrínseca al accionar de las fuerzas de seguridad son los valores negativos de la misma sociedad, valores que van en retroceso y dan lugar a conductas agresivas -y a la justificación de las mismas. “Tenemos linchamientos, justicia por mano propia; tenemos al hombre que asesinó a quién lo había asaltado, que todos llaman ‘jubilado’, y así se va generando este tipo de conductas violentas desde la sociedad, también”, explica.

Por lo tanto, la sociedad debe ser el objetivo primero de las transformaciones profundas. De otro modo, ningún otro cambio será posible. Y en eso coinciden los diversos expertos -y experimentados- en la lucha contra la violencia y la represión policial: “No hay forma de erradicar la represión si no es a través de un cambio del modelo social en el que vivimos, y eso es producto de un proceso mucho más de fondo”, sostiene Ismael Jalil, de CORREPI.

Por su parte, Guillermo Torremare considera que “el nuevo modelo policial debe edificarse sobre la convicción de que las únicas sociedades seguras son aquellas que garantizan la plena vigencia de los derechos humanos”. Y agrega: “Mientras no avancemos hacia este nuevo modelo será imposible erradicar la violencia institucional.” Pareciera increíble que en la Argentina de la Memoria, la Verdad y la Justicia, luego de casi 37 años de democracia ininterrumpida, todavía no se haya podido poner un verdadero punto final al genocidio.

“Para erradicar la represión es necesario un cambio del modelo social en el que vivimos”, dice Ismael Jalil. Foto: Red de Medios Alternativos.

EL ESTADO ES RESPONSABLE

“Yo sabía, / yo sabía / que a Walter / lo mató la policía.”

A Walter, a Luciano, a Ismael, a Lucas, a José y tantos, cientos de otros y otras. Gobierno tras gobierno, sin importar el partido político o el color que detentara los lugares más importantes de la política nacional, provincial o municipal, la policía y las fuerzas de seguridad siguieron matando. Siguen matando, en una historia sin fin de gatillo fácil y represión policial.

“Hablamos de represión, no hablamos de violencia institucional porque la represión es un escalón superior de esa violencia, y lo que la define no es el carácter institucional sino el carácter político que entraña este tipo de despliegue estatal”, explica Ismael Jalil, de CORREPI. Según él, “hay una política del Estado; no es un hecho azaroso o aislado como podría ser la violencia institucional, sino que por ser política y sistémica es una decisión política del Estado y es represión, gobierne quien gobierne.”

En esto coincide también Oscar Castelnovo, de APL: “Lo que cambia con los gobiernos es el voltaje represivo, algunos matan más, otros menos. Pero nadie tiene que ser asesinado por el Estado.” “Cuando el Estado no actúa no es que haya un Estado ausente, es un Estado que decidió no estar presente ahí, que se le olvidó o decidió no tomar el tema. Es una política activa”, agrega el periodista.

Que el Estado no debería matar a nadie, eso está más que claro. En democracia, debería ser algo inimaginable. Y, sin embargo, siempre que un pibe o una piba sean asesinados por las fuerzas de seguridad, ese Estado que se encuentra al final de la línea,que no estuvo donde tenía que estar, que no tomó las medidas necesarias es, también, el responsable último.

Tal vez sea porque “no vivimos en democracia como se ha pintado en las escuelas y en los manuales, sino en una democracia de muy baja intensidad”, como dice Jalil. “Esto responde a un proyecto mundial a partir de la crisis del 2008, una recomposición hegemónica del capital que recurre a dos elementos clave: la concentración de la riqueza en pocas manos, y la concentración del poder represivo para defender esa riqueza”, explica el abogado, y agrega: “En ambas cosas se encuentra también el fundamento de por qué nos encontramos sobre procesos que tienen la formalidad de democracias pero que en realidad son democracias muy deshilachadas, democracias procedimentales donde las fuerzas represivas están acostumbradas a sabotear cualquier expresión democrática en serio.”

Tal y como también explica Castelnovo, la represión sostiene al sistema. A un entramado entre el sistema económico y el sistema político. Ingenuo sería pensar que son elementos separados en una historia llena de casualidades. “Las fuerzas represivas no son fuerzas que porque se autofinancian, se autogobiernan”, sostiene Jalil, haciendo hincapié en el vínculo de la represión con el Estado. Y si bien insiste en que el discurso del gobierno nacional actual es alentador en pos de erradicar la violencia policial -o, al menos, menguar sus efectos-, también deja en claro que de momento no es más que eso: un discurso.

Y, quizás, el lugar de Sergio Berni como ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, es un ejemplo de ello: “Las fuerzas represivas tienen conducción política clara y concreta. A veces fue bajo el mando de Patrica Bullrich, hoy está bajo el mando de Sergio Berni; casualmente los dos más parecidos entre uno y otro costado político”, apunta el abogado de CORREPI.

“Y no es una elección de Kicillof o del gobierno al azar, porque sí, sino que pusieron a un fascista para dar respuesta a toda la franja del pueblo que pide mano dura”, acota Castelnovo, de modo más incisivo: “Tenés una ministra de Seguridad que habla bonito comparado con Bullrich, pero los resultados que vemos son catastróficos. Más que hablar bonito habría que evitar los crímenes de tantos compañeros y compañeras.”

El caso de Facundo Astudillo Castro, el más reciente y más mediático por su desaparición y el contexto de aislamiento obligatorio en el que sucedió, es la viva imagen de que, con Berni a la cabeza, no hay un horizonte de cambio positivo para las fuerzas de seguridad. “La policía bonaerense, según un informe de la Comisión Provincial por la Memoria, tiene un asesinado cada 60 horas, ¿qué es lo que controla Berni, asesinatos?”, inquiere Castelnovo: “Lo que él está controlando es la respuesta de toda esa gente de derecha que quiere mano dura, como si eso evitara el delito cuando en realidad se multiplica.”

Y mientras tanto, los nombres se apilan en una historia de violencia que parece nunca acabar: Facundo Astudillo Castro, Luis Espinoza, Florencia Magalí Morales, Valentino Blas Correa, Lucas Verón, Franco Marrangelo. Danilo Sansone, Camila López, Gonzalo Domínguez, Aníbal Suárez, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel. Ismael Sosa, Luciano Arruga, Darío Santillán, Maximiliano Kosteki, Miguel Bru, Walter Bulacio. Y tantos otros y tantas otras que quizás nunca lleguemos a conocer.

Esos nombres se suman a los de los 30 mil que todavía no terminamos de conocer, por los que todavía estamos en duelo como sociedad. Y todos duelen, pero los asesinados y desaparecidos en democracia -o eso que estamos empecinados en llamar como tal-, duelen todavía más.

Nunca más es nunca más, y para eso, es necesario que la gorra no deje su marca de violencia sobre nadie. Si el Estado es responsable, que entonces se haga cargo y empiece a transformar la realidad.