(Por Oscar Castelnovo) Por esas circunstancias argentinas, aterricé en San Martín, mi antiguo barrio, en un edificio de 6 pisos, desde cuyo ventanal veo a las vecinas meterse a las piletas, una de material, otra pelopincho, para refrescarse un poco la vida. Mi amigo, el dueño de casa, me brindó una gran habitación, con baño privado, que tiene una reproducción gigante de Frida Kahlo, otra similar de «Manifestación» de Antonio Berni y el clásico cuadro de Ernesto Guevara con esos ojos que taladran. Con ellos pasé la noche vieja y tuve un singular año nuevo. Con visitantes no invitados que enfrentar. «Daniel, ¿acá hay insectos?, pregunté». «No -me dijo-, en un tiempo había murciélagos».
Todo el ventanal tenía un alambre tejido, casi invisible y cuadriculado, que impedía el paso de mosquitos. Pero, ¿impediría que ingresaran los murciélagos? Sabía que estos bichos transmiten la rabia y conocía el cuento chino de que el covid- 19 se originó cuando el murciélago mordió a la serpiente en el mercado de Wuhan.
Pero Daniel habló de ellos en pasado. No iban a venir justo hoy, ¿no?
Frida tenía una mirada filosa, pícara, fue la primera en hablarme. Cordialmente, lanzó «¿qué onda, wey, acá, solo, en un año nuevo?». «Solo no, estoy con ustedes, respondí». «No te hagas el vivillo argentino, tú me entendiste», cerró. Los de Berni sonrieron moviendo las cabezas y el Che solo miró.
Para las 12 de la noche estaba medio dormido. Me despertaron los cohetes y una bandada de pájaros que se refugió de los estampidos contra el alambre tejido. Unos chillidos espantosos me provocaron miedo y me revelaron que no eran pájaros, sino los murciélagos. Uno de ellos comenzó a morder el tejido y abrió un orificio. Agarré una ojota y le di con todo antes de que entrara. La puta madre. ¿Me tiene que pasar a mí?, me interrogué. Y sí. Eso mismo ocurría. Me superpuse tres slips, un jogging largo, un buzo y las zapatillas.
«¡El miedo no es sonso!», gritó uno de los de Berni. Todos se cagaron de la risa.
«De qué se ríen, che, ¡derrotados!, ustedes tenían que hacer la revolución y no la hicieron, clase obrera ‘vanguardia’. De qué carajo se ríen?», desafié.
«Disculpá si no te ayudamos», dijo otro a modo de burla. Pero Berni nos dejó acá: pintados». Otra vez la risotada general.
Volví mirar el alambre y el hueco ya era enorme. Entraron: uno, dos, tres, cuatro, 12, qué se yo, me parecían mil murciélagos volando a mi alrededor. Que los parió.
El Che habló por primera vez y dijo: «-Por favor, dejá esas ojotas y agarrá el cuchillo. Está en el primer cajón de la mesada».
– En un segundo tuve un semejante cacho de cuchillo en mis manos: «vengan ahora, malparidos, vengan».
No se hicieron esperar: uno me mordió el muslo pero no llegó al área fundamental -cubierta firme con mi otra mano-, murió en el intento. Otro me devoró el lóbulo de la oreja derecha. Y otro se tragó parte de mi meñique zurdo. Estaba perdiendo la batalla.
Esto no puede estar pasando. Es una pesadilla, me insistí y otro ratón con alas me desmintió: arrancó, con furia, el lóbulo de la oreja izquierda. Ahora todos se pusieron en un rincón, en el techo. Atropellé como Martín Fierro, a los gritos y desde una alta escalera, clavé el facón rugiendo: «¡tomá!», «¡tomá!», «tomá» hasta quedar exhausto. El piso se hallaba sembrado de murciélagos muertos y de sangre, la de ellos mezclada con la mía.
«Quisiera ayudarte, pero no puedo salir», se disculpó Frida con ternura. Diego Rivera había cancelado la salida de la reproducción con una maniobra encarajinada. Maldito celoso que te cogiste a sus amigas y a su hermana. Justamente vos, pedazo de guardabosque (1). El Che abrió las manos y elevó sus cejas y sus hombros gestualizando también la imposibilidad de intervenir. Me hallaba solo y apenas podrían darme aliento.
El cansancio me derribó hacia el colchón, caí rendido. «¿Yo también soy otro derrotado?», me interrogué en voz alta. Los de Berni asintieron. «Todos fuimos derrotados, viejo. Es la vida. Enterate. Las derrotas son largas y constantes. Las victorias, una excepción», me gritó el «teórico» de sombrero.
Me tumbé con el cuchillo en la mano. Los bichos me dieron por muerto y se fueron por el tremendo agujero que habían hecho.
Dormí más de 8 horas seguidas y desperté. El tejido no tenía hueco alguno. El área específica estaba íntegra con un solo slip. Ya era 1° de enero y yo no tenía sangre. No me faltaba ninguna falange del meñique ni los lóbulos de las orejas. No había ningún murciélago a la vista. Sin embargo, algo andaba raro. Ya no estaba en el colchón, sino adentro del cuadro con los de Berni, finalmente, me habían hecho un lugar. Lo singular es que podía transitar a las otras pinturas y regresar.
Así, abracé a Frida (¿cómo habrá vivido su amorío con Trotsky?). ¡Qué perfume sensual! También me estrujé en un abrazo con Guevara (no es por criticar pero tiene un fuerte olor a chivo. Quévacer).
Mi amigo Daniel ingresó a la habitación pero no me veía, miró el colchón y se fue diciendo: «Éste se fue de joda». Sí, claro, una joda bárbara.
Lo cierto es que había pasado a un sitio de puros personajes célebres. Podría hacerles largas entrevistas, aclarar dudas históricas que siempre tuve. Ningún humano puede verme. Tal vez regrese algún día.
Oscar Castelnovo
(1)Guardabosque: persona obsesiva en «custodiar» la zona íntima de la mujer, muchas veces comparada con un bosque o también con un arbusto con relación al vello púbico.